Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Prosperidad es la palabra preferida para desear éxitos cada fin de año. Y está bien. No podría ser menos. Esa es la condición humana, parte de nuestro proyecto vital. Buscamos certezas y progreso. Pero como del futuro no podemos ser dueños, nos resta el pedir los mejores deseos. Nada indica, realmente, al mirar lo que nos ocurre, que el futuro será mejor. Eso esperamos pero, lo más probable –aunque también es posible lo mejor– es que no sea diferente.

Así, los deseos de éxito y felicidad abundan, como de costumbre.

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Hubo un filósofo interesante, Guillermo Dilthey, que, mirando esta realidad cotidiana de nuestra historia, sugería que nuestra vida, la mía y la tuya lector, está hecha precisamente de espera. Es que vivimos en medio de un tejido de suerte, destino y carácter –recordaba–. Lo primero, el azar o suerte y lo segundo, no podemos controlarlo. Están ahí, pasivos y ocultos que nos juegan sustos y sorpresas a cada tanto.

Pero, ¿entonces? uno se preguntará - ¿Está todo predeterminado y nada hay que podamos hacer?

Pero si cada año repetimos lo mismo, ¿no será porque no se cumple lo que deseamos? ¿Para qué entonces desear nada? Si nada de lo pedido se logra, ¿no sería entonces más razonable una actitud estoica, la del "soporta y renuncia" –para no sufrir en balde, como se dice– pues, nada va a cambiar el destino y la suerte humanas? ¿Por qué desear algo que no deja de ser más que un sueño? ¿Para qué esperar? Hasta daría la impresión que el desear un año mejor sería más bien mero artilugio sicológico para darnos ánimo en un mundo en que, evidentemente, el afecto a lo humano no es el aspecto dominante.

De ninguna manera: el carácter es lo que, en nuestro yo –nuestra libertad– confronta y asume lo que el azar y el destino nos depara. Esa es la vida, ese es el peregrinar humano. Poseemos un carácter que no nos hace ni "juguete de los dioses" ni dictadores de nuestra propia vida, sino responsables de nuestra libertad.

Esto nos lleva a mirar nuestra humanidad más como respuesta que plenitud. Nuestro yo posee una estructura "desarreglada" pues nada humano la "colma" –está siempre en camino, peregrinando–. Ansía, pero no logra. Quien más, quien menos, trabaja con energía para "llegar" a ese momento culmen –estudiando y, trabajando, haciendo política o escribiendo, etc.– intentando dar un sentido a ese deseo de nuestro corazón. Queremos poner "orden" en el barullo de nuestro ser, pero sin éxito. O éxito efímero. Y seguimos tratando, haciendo, decimos, lo mejor que podemos.

Y para peor pretendemos que esa "cura" a la ansiedad, la solución al "arreglo" a nuestra herida estructural sea el trabajo o la política o, incluso, la prosperidad misma.

Y así esperamos al año que viene, en que todo va a ir mejor.

Mientras tanto, posponemos o ignoramos, distraemos la mirada y la respuesta del lugar donde ella, la respuesta, podría ser intuida. Esa es la relación con el Misterio que hace que la desproporción de nuestra angustia encuentre algún momentáneo reposo.

Esa es, creo, la verdad del Cristianismo como reposo a nuestro yo tambaleante en la certeza de un Tú en Cristo. Es por eso que nuestro ateísmo práctico en que estamos embebidos, es el atropello mayor a nuestra dignidad pues reducimos nuestra libertad a una vida de apariencias, creyendo que la vida se limita a buenos deseos, cosas y eventos efímeros. Y a esperar y desear lo mejor el año que viene. El año nuevo no será el que comienza, sino la vida como tal, presente, pero perdurable al mismo tiempo.

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