Por Mario Ramos-Reyes
Filósofo político
La democracia no puede abandonar ciertos valores sustantivos. De lo contrario, se debe insistir en esto, se negará a sí misma, pues existen verdades de fondo que hacen posible que existan libertades sobre un marco mínimo. Y hemos visto que una democracia que es mera formalidad, de meros procedimientos, convierte al Estado en agente de una neutralidad imposible. El Estado, por el contrario, debe afirmar ciertos valores sobre la persona, y la libertad, la familia o la libertad religiosa, sin que por eso sea "confesional", es decir, confiese la pertenencia a alguna "iglesia". La razón de ello es de derecho: el Estado es el "coordinador" de lo público y como tal, supone un contenido razonable que permita el funcionamiento de todas las comunidades por igual así como el ejercicio de sus libertades.
El Estado resulta entonces en el instrumento del espacio donde tienen lugar las actividades de la ciudadanía, la economía y la política, aspectos sociales, deportivos, en fin, todo aquello que no se refiere a lo estrictamente privado de la persona. Uno de los conflictos surge –hay ciertamente más de uno– cuando, en aras de dicha aspiración laica, se decide que ese Estado deba ser totalmente neutro de valores, puro enjambre de opiniones contradictorias.
Y como tal, el de imponer dicho "neutralismo" en las comunidades, de tal modo que los individuos y, sobre todo las instituciones particulares, participen en esa asepsia moral. En vez de respetar la identidad de los sujetos sociales e instituciones, lo que aspira este modelo es imponer una forma única de pensar que, a pesar de invocar la libertad, indica una toma concreta de posición relativista sobre temas vitales para los ciudadanos.
De ahí que, para el secularista-neutral, las iglesias o instituciones de tipo "sacral" no deben inmiscuirse en la realidad pública, sino replegarse sobre sí mismas al mundo íntimo, privado. La distinción de qué aspecto de esas comunidades de fe –si sus sacramentos o su noción de la familia o vida– es lo que quieren que sea remitida al ámbito estrictamente privado, no está muy claro. Por lo que se ve, lo que repele al neutralismo es el contenido de ciertos valores asentados no solo en un orden religioso, sino también natural: familia, la idea de la persona humana, etcétera. Y se los califica como valores excluyentes y, lo que es más extraño, "confesionales", aun cuando –en muchos casos– basta la razón humana para explicar los mismos.
La experiencia histórica no solo enseña, sino purifica y atesora valores. El indiferentismo moral nivela a una sociedad por lo bajo. De ahí que el laicismo-neutralista, o la exageración individualista de lo público, no quiere que ninguna propuesta institucional que conlleve un fundamento moral del Estado. Configura una democracia pero no liberal, sino "fascistoide" donde quiere forzar a comunidades a creer lo que ellos creen; a educar como ellos creen que se debe educar. No se piensa en el derecho a la libertad religiosa o se le interpreta de una manera intimista, de rito.
Buscan socavar toda autoridad que viene de lo religioso, calificándolo de autoritario. Por eso su pretensión, en estricta ortodoxia intolerante, de que todo es relativo y aquellos que invocan alguna verdad para todos –sea el matrimonio de siempre o la defensa de la vida– deben ser sacados del medio, y denunciados, por discriminatorios.
De la izquierda estatista socializante a la derecha individualista liberal, esa parece ser la división esquizofrénica ofrecida hoy a la República, que es, precisamente, una traición a los ideales propios de la misma. Una república no debe ser "laicista" para ser tal, que es tan nocivo como la república "confesional", sino laica con inspiración en los valores permanentes de la persona. Una república solo es tal cuando, ambas, las mayorías y minorías son respetadas en su propia identidad de tales. República es autogobierno del pueblo, pero también de los sujetos como lo forman. Sin acaparamiento ni monopolios.
Por eso, la república laicista esquizofrénica –Dios en las conciencias, el todo vale en lo público– es un remedo de una auténtica república laica y pluralista. No es sino un modo, con apariencia democrática, de apelar a la sensibilidad ciudadana y establecer una dictadura "blanda", donde la persona y su dignidad la define cada uno, conforme al paladar y donde quien no comparta dicho relativismo, discrimina.