Mario Ramos-Reyes, filosofo político

La culpa de todo la tiene la religión. Sin este prejuicio, estaríamos mejor. Divisiones, exclusiones, sin contar las discriminaciones que no son sino expresiones de la religión. Peor, las pretensiones morales de las religiones hacen la vida democrática difícil, casi imposible. Y lo que resulta es imposición, en suma, religión es violencia. Esta es una opinión común. Todo parece un eco de los años sesenta del siglo pasado, del Imagine de John Lennon: "imagina que no hay cielo, es fácil si lo intentas, sin infierno bajo nosotros, encima de nosotros, solo el cielo". Y aún así, en pleno siglo veintiuno, donde al decir del filósofo Lipovetsky, la cultura sacrificial del deber ya ha muerto, y aunque ya hemos entrado en el periodo post-moralista de las democracias – irónicamente– la violencia se torna más brutal, sin un ápice de retroceder. Todo esto no hace sino, de alguna manera, confirmar aquella tenebrosa afirmación de Nietzche de que la religión es un caso de alteración de la personalidad.

El ataque terrorista en París, más allá de las explicaciones políticas o sociales que pudiera darse del mismo, hinca sus razones en el hecho religioso. Hay una visión de la realidad transcendente que no es ajena a la motivación del crimen. La violencia está relacionada con la visión del misterio de Dios de los terroristas-musulmanes. Esto no es un secreto ni descubrimiento, es una realidad que las democracias occidentales, precisamente por el vacío de toda creencia que confiere lo "post-moral," no pueden, o no saben cómo, confrontarse a este fenómeno.

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Hace unos años, en el 2006, el entonces papa Ratzinger advirtió este hecho en aquella célebre conferencia en Ratisbona. La que existe un problema de fondo en la visión de Dios del Islam, una visión que lo identifica a una voluntad arbitraria. Ratzinger utilizó un brevísimo diálogo entre un emperador bizantino y un intelectual persa, en donde se cuestiona la novedad de la propuesta de Mahoma como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba. Y la crítica, según Ratzinger, venía de Manuel II que sostenía que una fe defendida por la violencia es irracional. Dios no es un "objeto" cuya voluntad omnímoda viola –por omnipotente– las leyes de la razón. Dios no puede hacer que un círculo sea cuadrado. Ello sería suponer que Dios crea la realidad de manera irracional, caprichosa. Por el contrario, en consonancia con la fe bíblica y la filosofía griega, Dios es "logos", es decir, palabra, razón. Y por sobre todo, Dios es caritas, amor.

Entonces, el mundo islámico se enfureció, por las palabras del entonces pontífice-filosofo, por su implicación de que existe una justificación de la violencia –derivada de aquella visión de Dios– en la tradición del Islam. Pero lo llamativo del caso es que en el mismo Occidente, el lugar de las democracias liberales –que hoy siente en la carne los efectos de dicha irracionalidad–, el argumento de Ratzinger fue calificado de "odioso", intolerante, que no ayudaba al diálogo. Incluso, al interior de la Iglesia, varios prelados hablaron de la "imprudencia" del Papa alemán en obstruir el diálogo interreligioso.

Pero Ratzinger tenía y sigue teniendo razón. Las ideas se purifican en el debate, en el ágora, en el intercambio público de las mismas, no prohibiéndolas, no con amenazas, como también hace –muy a menudo– la democracia liberal procedimental en nuestros países occidentales, que no permiten las tesis de un creyente por suponer –prejuiciosamente– que no son "científicas". Pero, insisto, la cuestión no es el sentido de lo religioso en sí mismo algo propio en toda persona sino el contenido que da respuesta a ese deseo de infinito. En el caso referido, existe un contenido, presuntamente revelado de un Dios que en el Islam es entendido como pura voluntad arbitraria y, por lo tanto, una voluntad que debe ser obedecida sin detenerse en la irracionabilidad de sus mandamientos: la de matar inocentes, si fuera necesario.

Han habidos monoteísmos en la historia, de eso no cabe duda, que fueron una excusa o pretexto para la intolerancia y la violencia. Es que una religión puede enfermar y llegar a oponerse a la naturaleza más profunda de nuestra humanidad. Pero eso ocurre siempre que el ser humano suponga que él mismo, de manera arbitraria y unilateral, tome en sus manos la causa o el partido de Dios, haciendo así del misterio de ese Dios una voluntad ciega. Pero también es verdad que, el privar al ser humano de los valores propiamente espirituales, el humanismo agnóstico liberal actual, se ha vuelto contra sí mismo, contra la propia democracia, sin las energías necesarias para afirmar ciertos valores contra ese fundamentalismo islamista. Ese es el caso de las democracias europeas (y la americana), donde la libertad religiosa se está agotando ante el avance de un neutralismo secularista legal hostil a toda religión, sin matices. Y así, solo le queda a esas democracias, por el momento, la respuesta del poder y la fuerza ante la barbarie, olvidando que solo un sentido pleno a la vida puede ser el mejor antídoto, a largo plazo, de la gran crisis espiritual que estamos atravesando.

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