Por Alex Noguera, Editor / Periodista

Una sola vez me tocó vivir la amargura de una derrota electoral. Y sin siquiera ser mía esa derrota, sino la de un partido equis, lo que aprendí en aquella oportunidad fue muy importante y es lo que voy a tratar de transmitir mediante las palabras.

Aunque parezca un contrasentido, el fenómeno de la victoria sigue un aburrido protocolo, ya sea en política o en algo tan mundano como el fútbol. El que mete el gol es llevado en andas, vitoreado, endiosado; al igual que el equipo que gana un campeonato: aficionados, dirigentes y jugadores dan rienda suelta a una intensísima, pero efímera felicidad comparable a una alocada noche de amor con un desconocido.

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En política ocurre lo mismo. El candidato electo sube al podio y es cegado y ensordecido por los flashes de los fotógrafos y los aplausos de sus seguidores. Pero como dijimos, aquí no vamos a tratar los naturales festejos que se desarrollan tras las victorias, sino todo lo contrario, vamos a analizar la lección de los perdedores.

Recuerdo que eran como las diez de la noche de un domingo. Era temprano todavía, pero el PC ya estaba vacío. El local era alquilado al igual que casi todo lo que había allí, hasta las sillas caídas. A nadie le importaba si algo se robaba o desaparecía. Mesas, manteles, computadoras, teléfonos, afiches, banderines, papeles, carpetas, incluso en un rincón había una bolsa de plástico con restos de comida y bebidas que se habían repartido en las mesas donde debían trabajar los delegados y apoderados ese día.

Habían perdido y el silencio era extraño. La imagen contrastaba con la pintura de esperanza con la que se había estado impregnando el puesto durante los meses anteriores. Las diferentes músicas con los jingles y mensajes que hasta ese día inundaban el barrio, en ese momento comenzaban el lento proceso de descomposición que sufre el cuerpo en un velatorio antes de desaparecer. No estaban los jóvenes con su entusiasmo y alegría, capaces de llevar el mundo por delante. No estaban los viejos con su aura de conocimiento y experiencia para calmar la angustia y la desazón. No estaban los guardias, ni los empleados, ni los fieles acólitos que habían prometido amor eterno a cambio de subir al olimpo con los vencedores.

Una canilla en el baño dejaba escapar el agua sin fin. Esa canilla era la representación exacta de lo que sucedía en ese momento. A nadie le importaba que el agua se desperdiciara o que sumara cualquier monto en la factura a fin de mes, total entraría dentro de los gastos de la campaña que algún generoso aportante terminaría pagando.

El agua pura y limpia de esa canilla resbalaba por el desagüe, como los cientos de proyectos que la gente había colaborado, para perderse para siempre.

Borracho, el ventilador en el techo seguía su paso de bailarín monótono con su aliento tibio que exhalaba hacia el piso. Tampoco ese ebrio mareado de soledad que daba vueltas infinitas y mandobles de cimitarra al aire, era tenido en cuenta esa noche.

Ni siquiera los traviesos espíritus de la tristeza jugaban en las esquinas. Solo había nada. Nada profunda. Desesperanza sin fondo. Nada absoluta y total. Nada oscura a pesar de las luces encendidas.

Ese era el PC de la derrota, como un cementerio sin flores, como un recuerdo olvidado. Era la otra cara de la jornada, la invisible. Pero allí, en la quietud de un santuario, apareció el tercer rostro, no el del victorioso, no el del derrotado, sino el del elector. Ese rostro que nadie menciona y que ni siquiera existe, ese que depositó su voto en todas las urnas del país. Ese rostro tenía semblante trasnochado, cansado, como el de ese amante alocado de una noche, que al día siguiente, y durante los próximos cinco años, debe despertarse al lado de su cónyuge sabiendo que la ha traicionado. Y a sus hijos. Y a su país. Y a su conciencia. Porque ese día regaló su voto, ese día regaló su amor a un desconocido.

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