Richard Pryor, en el papel de Gus Gor­man, es un indigente desocupado que, por la nece­sidad de supervivencia, des­cubre sus cualidades innatas para el manejo de las com­putadoras. Molesto por el poco salario que percibe en su recién estrenado trabajo, decide hackear el sistema donde quedan colgados los centavos que no se entregan a los empleados. Al siguiente mes ya le llega un sobre extra con más de 80 mil dólares. Al ser descubierto por su ines­crupuloso jefe, Ross Webs­ter (Robert Vaughn), este lo utiliza para sus desqui­ciados planes.

Las compa­ñías Webster habían con­seguido la compra total de café de todos los países pro­ductores, menos de Colom­bia. Mediante la utilización ilegal de un “satélite meteo­rológico” obliga a su nuevo ayudante (Gorman) a provo­car una tormenta sobre las plantaciones colombianas con el propósito de destruir­las. Pero Superman evita la catástrofe. Es el número tres de la secuela protagoni­zada por Christopher Reeve (1983). Pero Webster no se da por vencido. Apunta al petró­leo. Recurriendo, de nuevo, a su ingenioso empleado dirige todos los barcos con crudo hacia el centro del mar para posesionarse de ellos, mien­tras las perforaciones dejan de bombear el oro negro líquido gracias a su creativo hacker. Con el monopolio sobre el petróleo preparaba el caos para someter al mundo.

Dos años antes, en 1981, se estrena Mad Max 2, versión Mel Gibson. Ahí ya se viven tiempos posapocalípticos, y la guerra es por el combus­tible, como bien lo reseñara hace unos días un compañero de tareas. El vital líquido, a una escala menor que el agua, es el centro de ambos argumentos. Para dominar el planeta o para sobrevivir. Muchas películas fueron el anticipo de la realidad. Las dos que mencionamos tie­nen esos mismos presagios. Esperemos que se cumplan más tarde que temprano.

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La invasión de Rusia a Ucra­nia es una contienda de a dos, al menos públicamente, para evitar el apocalipsis de una tercera guerra mundial. Pero el crudo comenzó a reposicio­nar sus precios por barril. Y sus olas altas, naturalmente, también golpearon nuestras puertas. Y nuestros bolsillos. Ayer, los emblemas privados volvieron a aumentar los pre­cios: 1.000 guaraníes más para las naftas y 1.500 para el diésel. Aún no cumplimos tres meses del 2022 y ya sen­timos el impacto del tercer incremento. En el ámbito público, Petróleos Para­guayos (Petropar), subsidio mediante, está vendiendo a precios más bajos de lo adqui­rido, diferencia que tendrá que ser cubierta por el Tesoro Público.

En varios artículos, den­tro de este espacio, había­mos afirmado que el subsi­dio favorecía a una minoría de camioneros. El presi­dente del Centro de Empre­sarios del Transporte del Área Metropolitana (Cetra­pam), César Ruiz Díaz, ase­guró que el parche guber­namental solo beneficiaba a tres empresas que tienen contrato con Petropar, den­tro de un espectro de 1.900 colectivos. Las demás fir­maron acuerdos por diez o quince años con emblemas privados, en la intención de asegurar la provisión del combustible.

El economista Manuel Ferreira, igual que otros de sus colegas, coincide en que el subsidio no es la solución ante el intempestivo aumento del precio de los combustibles. Aduce que la medida solo debía ser aprovechada por el sector transporte (flete­ros, taxistas y colectiveros) y no por la gente que “no necesita”. Sus declaracio­nes se relacionan con las lar­gas filas que pudieron verse la víspera en todas las esta­ciones de servicios de Petro­par. Decíamos, nosotros, al revés, que solo privilegiaba a un pequeño sector que se llevó los créditos cerrando rutas. Consultados algunos especialistas (mecánicos, especialmente) nos comen­taron que la nafta de 93 octa­nos y el diésel tipo 3 es de consumo limitado entre los particulares. Sin embargo, la diferencia de casi 2.000 guaraníes hizo que subiera la cantidad de personas que decidieron utilizar la nafta y el diésel común. Quienes cui­dan sus vehículos –nos argu­mentaron– apuestan a com­bustibles de mayor calidad y rendimiento. Es cuando no compartimos la opinión del economista en cuestión: La gente que “no necesita” normalmente no utiliza el combustible subsidiado por Petropar.

Allá por 1979, cuando Refi­nería Paraguaya SA (Repsa), precuela de Petropar, tenía la exclusividad del negocio petrolero en nuestro país, el entonces vespertino Última Hora publicó en tapa, a seis columnas: “La nafta más cara del mundo”. Inmedia­tamente, el dictador Alfredo Stroessner dispuso su clau­sura por treinta días. Hoy, al menos, podemos protestar, criticar y censurar las medi­das impopulares sin ser vícti­mas de arbitrariedades como la mencionada. No obstante, el subsidio es una bomba de tiempo. Tiene fecha limi­tada: de sesenta a noventa días. Cada mes costará al Ministerio de Hacienda (o sea, a nosotros los contribu­yentes) veinte millones de dólares, aproximadamente, de acuerdo con la cantidad ven­dida de estos combustibles. Puede ser menos o puede ser más. Con el crecimiento de usuarios que decidie­ron cargar a sus autos los tipos citados, las reservas de Petropar podrían aca­barse mucho antes. Y aun cuando pudiera abastecer toda la demanda durante esos dos o tres meses, ¿qué pasará después?

Una bomba de tiempo es un dispositivo diseñado por su creador para explotar a una hora fijada. El Poder Ejecu­tivo preparó el artefacto y fijó las manecillas de la hora señalada a 90 días. ¿Volve­rán los oscuros camioneros con sus camiones a cerrar las rutas? Tic tac, tic tac.

Dos años antes, en 1981, se estrena Mad Max 2, versión Mel Gibson. Ahí ya se viven tiempos posapocalípticos, y la guerra es por el combustible.

Decíamos, nosotros, al revés, que solo privilegiaba a un pequeño sector que se llevó los créditos cerrando rutas.

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