Una mujer y su hijo fueron asesinados en 2014 cuando tomaban mate en el patio de su casa. El crimen fue con un nivel de violencia descrita por los vecinos como una tormenta de disparos. La policía comenzó a buscar a los responsables del insólito ataque con indicios de venganza.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Como muy pocas ciu­dades del depar­tamento Central, Luque es de aquellas que aloja a barrios de grandes exten­siones y misterios recurren­tes. En ella se cuentan histo­rias largas de crímenes sin resolver y otras que sí tuvie­ron un rostro conocido. Esta es una más de tantas.

El calendario deshojaba los últimos días de julio del año 2014. Era el domingo 26 de ese mes. El frío doblegaba a cualquiera en esos tiempos y aún más en esas zonas un tanto despobladas, de gran­des baldíos y casas de mate­riales frágiles.

No existían estructuras importantes que detengan los fuertes vientos del invierno y la ventisca se colaba por cada recoveco de las precarias viviendas que se multiplica­ron en la humilde residencia. El zumbido violentaba entre las cuatro paredes, importu­nando no solo en la piel que el abrigo no alcanzaba a cubrir; era ese molestoso sonido lúgubre que anticipaba un fin de semana oscuro.

Fue la experiencia de la fami­lia Gavilán Cáceres. Lejos de sucumbir a las bajas tempe­raturas, ofrecían resistencia como cada año con un mate caliente y conversación. Unos yuyos al agua hirviendo y un poco de yerba en la guampa era todo lo que necesitaban para pasar ese momento incómodo de frío.

El espacio dentro de la casa no era confortable por las peque­ñas dimensiones y eso los lle­vaba al patio de la casa, era un ritual a diario. Ese mismo lugar les servía de cocina y bajo una visera que les pro­tegía de una llovizna acos­tumbran a planificar lo que harían en el día. Era el pro­ceso de meditación principal de cada mañana, de mezclar las palabras con el vapor de agua, pensar distante y dis­frutar de ese momento pese a la adversidad económica.

La experiencia de la fami­lia quizás era dura; sin embargo, era obligatorio abs traerse momentáneamente al humilde ritual de ese clan. Aquel, compuesto por Cata­lina Cáceres e Isabelino Gavi­lán, promediaba los 40 años de edad y llevaban más de 20 años de casados.

Ambos pelearon juntos para tener ese pequeño terreno en la compañía Pozo Azul, del barrio Tarumandy en la ciu­dad de Luque, un barrio que comenzaba por aquellos años a urbanizarse y su población era limitada. Su camino de terraplén principal interco­nectaría con la veraniega ciu­dad de San Bernardino, lo que años después la volvería en un barrio popular.

Derlis Gustavo era el hijo de 17 años de la pareja y comple­taría la austera monarquía. El muchacho junto con sus padres participaba de esos sorbos de reflexión con cada día que se proponían hacerlo, ya que era importante que participe de los planes para sacar adelante a la familia.

El gris en el cielo fue intensifi­cándose y la oscuridad aman­cebó a la noche al minuto 45 de las 18 horas de aquel último día de descanso. Isabelino puso una pausa a la infusión y se metió a una de las habi­taciones. Catalina y su hijo continuaron con la ronda de mate y conversando, sin pausa. No al menos hasta que unas detonaciones comenza­ron a sacudir primeramente a los lados; no comprendían lo que sucedía. Esas explosio­nes eran muy cercanas a ellos.

TORMENTA DE DISPAROS

La débil pared de la casa se perforaba; eran varias muti­laciones, una tras otra. Le antecedían los silbidos metá­licos que terminaban destru­yendo cristales, utensilios de cocina, todo lo que estaba a su paso dentro de la casa. Era una tormenta de algo que en ese momento Isabelino des­conocía y que solo podía describir como estallidos en ráfaga.

Cuando repentinamente dejó de escuchar el estruendo, salió despavorido de la habi­tación en busca de su esposa e hijo. Apenas giró la única puerta de ingreso a la casa, vio la sangre que se escurría en el patio; todo quedó destruido. Las sillas donde estaban sen­tados a metros de ese lugar, el mate y la guampa mezclados con sangre y arena.

Catalina y Derlis se desan­graban en el suelo, fue tanta la sangre que perdieron que las manchas empaparon gran parte de la vestimenta que tenían y lograba distin­guir las heridas que causa­ban tanta pérdida de fluidos. Los dos gemían del dolor y el tiempo le restaba a Isabelino la oportunidad de revertir lo inminente.

Con ayuda de un vecino, Isa­belino logró subir a su fami­lia a un automóvil y conducir hasta el hospital de la ciudad. Un cuarto de hora más tarde, la noticia fue la misma que se negó a reconocer en un prin­cipio. Esa que lo interpeló y, pese a su sentido común, impetuosamente se negó a prepararse mentalmente para el momento. Catalina y Derlis murieron.

La mujer fue asesinada con tres disparos de un calibre de alto poder en el pecho del lado derecho y, en el caso del joven, fue un mortífero balazo en el abdomen. Los médicos decre­taron la muerte como shock hipovolémico a consecuen­cia de la excesiva pérdida de sangre.

Los vecinos rumoreaban que fueron más de cien dis­paros que se oyeron a lo lejos, sin descanso, y todos prove­nían de un pequeño mato­rral frente a la vivienda de los Gavilán. Algunos pocos alcanzaron a ver los destellos fulminantes que provenían de la espesura de las malezas.

Isabelino escuchó al menos la mitad de esa descarga cuando intentó refugiarse detrás de un mueble, quiso salir de la casa para ayu­dar a su esposa e hijo, pero aquella tormenta de dispa­ros no le permitió. Las ver­siones en parte eran dife­rentes, aunque en un punto coincidían: los sospecho­sos.

UN ATAQUE PLANIFICADO

Después de entregar el cuerpo a Isabelino, él no dio su consentimiento para la autopsia. De alguna manera estaban claras las causas de la muerte. Los médicos obtuvieron muestras de las heridas y el resto quedó claro.

Devastado, Isabelino volvió a la casa y solo fue en ese ins­tante que dimensionó el ata­que. El shock de esos minutos posteriores a la refriega no le permitieron ver una zona de guerra, era lo que parecía.

Todo el sector que daba al matorral fue asolado por las metrallas. La pared dejaba pasar la luz artificial amari­lla oro que radiaba un foco en el patio a través de una vein­tena de agujeros que inmor­talizaron el voraz asedio. Los enseres de cocina destruidos al igual que la chapa de zinc, las sillas, el termo de mate y la guampa los vio nuevamente envueltos en sangre y arena. Esta vez las moscas se posa­ron como testigos del tiempo transcurrido desde que su familia quedó desolada. Esa idea lo asfixió. Catalina y Der­lis murieron, fueron asesina­dos violentamente y él sabía por quiénes.

De pronto Isabelino escuchó que aplaudían. Alguien lla­maba a su casa. Algo descon­fiando se asomó a uno de los agujeros provocados por la metralla en la pared y enfo­cando su visión al tamaño de la abertura pudo distinguir que se trataba de policías.

–¿Qué quieren? –gritó Isabe­lino desde ese lugar.

–Buenas, señor Gavilán, somos del Departamento de Criminalística. Venimos acompañados de los agentes de la comisaría local para inspeccionar la casa y levan­tar las evidencias de lo que sucedió –contestó uno de los policías, entendiendo que no era la forma, pero compren­diendo la situación de trauma que atravesó el hombre.

Los policías llegaban con maletines y carpetas bajo el brazo. Observaron la casa desde las afueras y nota­ron algo muy claro. Aquella familia fue atacada delibera­damente y no tenía a dónde huir. El revestimiento de la vivienda no parecía lo sufi­cientemente sólido para pro­tegerlos, no tenían muralla, era solo tejido de alambre metálico. Eso los dejó vul­nerables a un ataque desde lejos. Los pistoleros podían haber disparado sin obstácu­los y previendo no ser descu­biertos.

–Permiso, señor. ¿Isabelino? ¿Verdad? –dijo un agente al ver que el hombre se aproxi­maba a la entrada de su pro­piedad.

–Así es señor, pasen. Lo que ocurrió fue en este sitio, donde ven que están las sillas tiradas y el equipo de mate en el suelo. Mi esposa y mi hijo lo estaban tomando ayer, cerca de las siete de la noche cuando comenzaron los disparos –relató Isabe­lino mientras señalaba con el dedo índice derecho cada lugar donde vio a Catalina y a Derlis.

UN CALIBRE, UNA HUELLA DACTILAR

Los agentes de Crimina­lística confirmaron su teo­ría al inspeccionar la casa. Las paredes eran de ladri­llo hueco y de ahí las perfo­raciones con tanta facilidad, aunque la explicación prin­cipal estuvo en la distancia y los cartuchos que utilizaron los tiradores. Eran potentes y fueron precisos.

En toda la casa al menos existían 25 vainas servidas, varias de calibre 9 milíme­tros, aunque fueron otras en particular las que llamaron la atención de los forenses. Aquellas de calibre 6.35 milí­metros, un calibre que por lo general usan pistolas de la marca Browning, Mauser o Taurus. Las dos primeras difíciles de encontrar habi­tualmente en una escena del crimen.

Cuando uno de esos forenses sujetó esa vaina y la observó detenidamente, una y otra vez, como si fuera a reconocer su origen, se acercó uno de los investigadores del Departa­mento de Homicidios de Cen­tral y le dijo:

–Siendo personas que no tienen dinero como podés ver y le atacan con una munición particular, ¿qué te hace pensar?

–Qué los atacantes son igual de particulares como esta munición –contestó el forense.

–Exacto y probablemente no sean delincuentes comunes. Probablemente, no tenga­mos que buscar tan lejos de nosotros…

Continuará…

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