Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Con pocos canales de tele y no demasiados televisores en mi pueblo natal –el Bajo Belgrano, unos 1.160 kilómetros al sur de mi querida Asunción, en Buenos Aires– en los fines de semana a la siesta, Canal 11 nos ofrecía los “Sábados de superacción”, una especie de remedo del cine continuado que en los cinematógrafos de aquellos tiempos era común.
En esas salas, por costos populares era posible ver dos películas, por muchos años en blanco y negro, sin salir del cine. Pero el caso es que con algunos de los pibes y pibas del barrio nos juntábamos, cada siete días, para ver aquellos filmes en la tele. Generalmente, eran policiales situados en Nueva York o San Francisco; otras eran historias de la Segunda Guerra Mundial en las que los alemanes eran soldados crueles, casi tontos y con muy mala puntería; o ambientados en el oeste de los Estados Unidos hasta donde llegaban desde el este las caravanas de granjeros que, irremediablemente, eran atacadas por los comanches, los sioux, los chiricawas que rechazaban esos avances en sus territorios.
Matanzas, cortes de cabelleras, flechazos, ancianas y ancianos que morían atravesados por flechas o lanzas sin poder hacer mucho por defenderse, pesadas carretas incendiadas, saqueadas, robadas hasta que llegaba el Séptimo de Caballería haciendo sonar el clarín de batalla y disparando sin parar los fusiles Winchester. Los agresivos salvajes caían de sus cabalgaduras y/o, en pánico, huían sin que se los persiguiera por demasiado tiempo. De esa forma pasábamos las tardes lluviosas y frías en los largos inviernos que vivimos quienes habitamos en el sur del sur porque no podíamos jugar al fútbol en las calles.
Así era aquello y aquellas eran las prácticas sociales de entonces. En las calles, mientras las nenas jugaban a la mancha, los nenes lo hacían al poliladrón o algunos más exóticos simulaban ser Toro Sentado o el general Custer. Con ruidos onomatopéyicos simulábamos las balaceras y con las ramas de los plátanos fabricábamos improvisados arcos y flechas que, después de hacer la tarea escolar, nos entretenían hasta que la tarde finalizaba. La vida de nosotros y nosotras era así. Ni buena ni mala. Era así.
MODELOS “CIVILIZADOS”
Pero aquellos modelos pésimamente categorizados como civilizatorios que traía la tele también tenían réplicas locales, aunque, por cierto de esos temas, por estas tierras no se hablaba o se decía poco y nada. Con el correr de las décadas pudimos saber que hubo episodios como aquellos –entre milicos y nativos– en la Patagonia, desde la segunda década del siglo XIX que, con características diversas, en no pocos casos, se mantuvieron en el tiempo. En el noroeste, en el Chaco, se registraron trágicos episodios como los de las películas de vaquero. Algunas de aquellas matanzas, incluso, lentamente fueron llegando a la justicia, fueron declaradas como crímenes de lesa humanidad y se supo más de ellas. Por allí andan mis pensamientos y recuerdos en esta noche de viernes cuando el avance del sábado es arrollador. El frío no tiene piedad. Los leños crepitantes le dan batalla. El Cine de Superacción regresa una y otra vez. No tiene mucho sentido intentar cambiar el pasado. Es lo que fue. Y mucho menos desde el hoy, que es el lugar de observación tanto del ayer como de un impensado mañana.
OTREDADES NEGATIVAS
Fueron muchas décadas de esas producciones cinematográficas, que por acción u omisión premeditadas o no inducían a la construcción social de otredades negativas. En este caso, con aquellos y aquellas personas de pueblos originarios que resistían invasiones, despojos, saqueos y etnocidios. En algunos textos, autores y autoras planteaban aquello como el enfrentamiento entre el progreso y el pasado. Sin animarme éticamente a juzgarlos, sí opino que evidenciaban padecer de insignificancia intelectual porque descreían e ignoraban las riquezas que aportan las diversidades. ¿Será acaso, también, uno de los gérmenes de las violencias? Tal vez, pienso. Porque, justamente, mantenerse en esa forma de insignificancia intelectual y abogar (militar) por ella, en ella y desde ella, es lo que les impide abandonar la idea y la praxis de la negatividad con la que caracterizan a múltiples otredades hasta nuestros días. Sin dudas, hay quienes –por mantenerse irreductibles en la pequeñez– no abandonan y se aferran a la idea de la negatividad que ven en lo que desconocen y temen. Esclavos y esclavas del pensamiento que se aterrorizan de ser independientes para pensar.
XENOFOBIA Y RACISMO
Cuando finalizaba el invierno del 2008, recuerdo haber conocido –en la patagónica y cordillerana ciudad de Bariloche– al chófer de un automóvil que alquilamos con un grupo de colegas periodistas con los que cubríamos allí una “cumbre de emergencia de la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas)”, cuyo apellido era Paine. Después de aquel cónclave, recorrí las periferias barilochenses en su compañía durante tres días. “Con mis hermanos mapuches, del lado chileno, estamos en guerra otra vez con la República de Chile”, me dijo en el momento en que nos abrieron el paso para comer junto con varias familias y así conocer sus ocupaciones y vidas cotidianas. Los escuché en silencio. Apenas pregunté o repregunté. No hablaban de tragedias que desconociera. Xenofobia, discriminación, racismo. Cuando promediaban los años 90, en el siglo pasado, con algunos académicos relevantes, Hamurabi Noufouri –hermano entrañable– y Daniel Feierstein, entre ellos, fuimos parte de los inicios en Argentina del que aquí se conoce como el Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo). En ese contexto, algunas de nuestras percepciones, inquietudes y certezas las publicamos en un texto al que llamamos “Tinieblas del crisol de razas” (Editorial Cálamo, Buenos Aires, 1999).
De allí que los relatos dolientes de Paine, sus hermanos y hermanas, como lejanos ecos, me trajeron la voz de Aniceto Huenchul quien, cuando lo conocí, el 26 de mayo del 99, en el transcurso de las “Primeras jornadas sobre derechos humanos y función del Estado”, frente al imponente lago Nahuel Huapí, hizo estallar sus silencios y, para hacerlo, se propuso apelar a “la memoria de los hechos que tienen que ver con la violación de los derechos humanos”. Con tono de voz preciso, interpeló al auditorio con firmeza: “¡Soy mapuche, descendiente de los pueblos originarios de América!”, precisó. Estela de Carlotto, Carlos Eroles, Rubén Bertea, María Cristina Álvarez y muchos otros y otras activistas agudizamos los sentidos. Nuestros oídos vibraban. “Poco más de un siglo atrás, los integrantes de estos pueblos vivíamos libremente en estas tierras, pero luego de lo que (por la historia de los huincas) se denominó la conquista del desierto, los hermanos que lograron escapar del exterminio debieron ocultar su cosmovisión como pueblo”. Me impresionó cuando clavó sus ojos en cada uno y cada una de quienes lo escuchábamos y, en algunos casos, lo habíamos precedido en el uso de la palabra porque, sin que ningún otro sonido que el del silencio, a modo de declaración, denunció: “Soy descendiente tehuelche, por un lado; y, araucano, por otro. Todavía, en Río Negro, en el himno de la provincia, entre sus letras, se puede leer esta frase… ‘sobre el alma del tehuelche puso el sello el español’”.
Volvió a mirarnos fijamente y, después de larguísimos segundos, preguntó: “¿Les parece que esto puede seguir así?”. ¿Cómo responder a semejante acto de barbarie? Veintitrés años pasaron desde entonces. Las reivindicaciones de los pueblos originarios se extienden por donde quiera que sea y fuere. En algunos casos, la justicia los resuelve.
HISTORIAS PARA CONOCER
En julio del 2020, la Corte Suprema de los Estados Unidos resolvió que la mitad del estado de Oklahoma pertenece a la reserva de los pueblos originarios norteamericano e incluso podría eximir del pago de impuestos a Oklahoma. Los caddo, la etnia comanche, los chickasaw, los creek, supieron en carne propia que la justicia es posible. Para que quede claro, la justicia creó y constituyó un Estado dentro del Estado. Satisface saberlo. Oklahoma, en no pocos “Sábados de Superacción”, en aquellas tardes de lejana e inocente niñez avasallada, sencillamente era “Territorio comanche”. Daban miedo aquellos “salvajes”, hoy sujetos de pleno derecho a la vez que habitantes de un Estado de derecho enriquecido por la diversidad. Valioso. Sin embargo, por menos, por muchísimo menos, en Chile –hermano país al que me siento unido por la cordillera de los Andes, diferente en todo de los Estados Unidos de Norteamérica– hay quienes rechazan avanzar hacia la plurinacionalidad y la multiculturalidad. Y no faltan quienes, a los dos lados de las altas cumbres nevadas por estos tiempos, abogan en contra del enriquecimiento que supone convivir (vivir con) en, de y desde las otredades lo que rechazan con argumentaciones absurdas que, en algunos casos, presentan como históricas para confrontar con la ancestralidad hasta negarla obcecadamente. Antes que Chile y Argentina, en 1640, la guerra entre el Reino de España y la Nación Mapuche se extendía desde un siglo. Grave. Incluso en orden a las prácticas epocales entre las que las violencias bélicas eran las que se aplicaban porque, además, para los guerreros batallar era una forma aceptada para escalar socialmente. Pese a ello, quien comandaba en la Capitanía General de Chile en nombre de los reyes católicos, un tal Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides, el 6 de octubre convocó a la totalidad de los encomenderos coloniales para que dos meses más tarde lo acompañaran para hacer las pases con los mapuches a los que lideraban, entre otros, los caciques Linchopichón y Antonio de Chiguala. A partir de esas voluntades, el 6 de enero del año siguiente, junto al río Quillén, reunido allí el que se conoce como Parlamento de Quillín o Quilín, los unos y los otros acuerdan poner fin a la guerra de Arauco y hacer la paz. Al lugar arribaron, como acompañantes del marqués de Baides, unos 1.400 soldados españoles y cerca de un millar de “indios auxiliares”, como llamaban a los mapuches prisioneros esclavizados. El toqui Lientur, acompañado de Butapichicún a la vez que los loncos Lincopichón y Chicaguala. El encuentro fue valioso. El diálogo siempre lo es. La guerra terminó. ¿Qué acordaron? 1) Que los mapuches conservarían su absoluta libertad, sin que nadie pudiera molestarlos en su territorio ni esclavizarlos o entregarlos a encomenderos. 2) Que su territorio tenía como frontera norte el Biobío. 3) Que los españoles destruirían el fuerte de Angol, que quedaba dentro del territorio mapuche. 4) Que los mapuches debían liberar a los cautivos españoles que retenían. 5) Que dejarían entrar a sus tierras a los misioneros que fueran en son de paz a predicarles el cristianismo. 6) Que se comprometían a considerar como enemigos a los enemigos de España y que no se aliarían con extranjeros que llegaran a la costa. El 29 de abril de 1643, esos acuerdos fueron ratificados por el rey Felipe IV. Estaban totalmente escritos tanto en español como en mapudungún, las lenguas del reino y la nación firmantes.
Vale recordar que España era la potencia dominante y ejercía el poder antes de la existencia formal y legal hasta el presente de las repúblicas de Chile y Argentina. El 18 de setiembre de 1810, Chile se independiza de España. La Argentina lo hace el 25 de mayo del mismo año. La Nación Mapuche se extiende en territorios soberanos de los dos países. Es el momento para un nuevo koyang (encuentro de diálogo o parlamento, en mapudungún) en el que todas las partes deberían acordar llegar y permanecer desarmadas para solo hablar, escucharse y avanzar en procura de una ciudadanía incluyente que no deje de lado la condición humana.
Si como me explican prestigiosas y estudiosas personas “mapuche” significa “gente de la Tierra” y mapudungún, la lengua de esa nación, quiere decir “idioma de la Tierra”, ¿dónde se aloja la razón para los desencuentros y desacuerdos para el presente? ¿Se atreverán a romper la esclavitud de pensamiento para ser libres de pensar, decir y actuar? Desde muchos años tengo la convicción de que la construcción de Estados democráticos de derecho, con perspectiva de derechos humanos, con pleno respeto y vigencia irrestricta de la plurinacionalidad y la multiculturalidad no solo es posible, sino necesario para empoderar y empoderarnos de cara a la inclusión y, seguramente, disfrutar de una mejor calidad de vida.