Apenas se habla de un artista de las dimensiones de Wagner y de otros, muchos asocian inmediatamente con la corriente de pensamiento a la que este pertenece y también a la vida privada del mismo. El caso de Wagner es analizado en la nota que compartimos este domingo en este espacio.

Por Julio de Torres

Actor, dramaturgo, ilustrador, músico, sociólogo, investigador, docente

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La necesidad de trans­mitir la voluntad del artista a través de la obra suele ser un cues­tionamiento que el público se hace: ¿el mensaje de la obra tiene un vínculo con la política? Para muchos, aso­ciar el gusto artístico con la corriente de pensamiento a la que pertenece el artista es un pecado mortal porque, sostienen, que todo subje­tivismo –ignorando que el arte es, justamente, subje­tivo– aleja del deleite de la obra de arte. Para muchos, la sensibilidad de los que «saben apreciar una obra» muy lejos está de tener en cuenta la vida íntima del artista –que se presta más al morbo–, a cuántas muje­res acosó o engañó, si tenía o no algún cuadro clínico psi­quiátrico, cómo era su des­envolvimiento en el terreno sociopolítico, a cuántos monarcas tuvo que rendir pleitesía, etc. Para ellos, la obra es la obra y, como producto de un proceso creativo, debe ser visto de manera aislada.

A partir de Rancière valora­mos, sin embargo, aquello que el artista desea comu­nicar. El arte es político por el solo efecto de transmitir un mensaje, ejerciendo un tipo de poder en el espec­tador en el marco de la con­vención. Es evidente que la mirada contemporánea de una obra del pasado ofrece notables lecturas y he aquí un nuevo juego de inter­pretaciones. La obra wag­neriana, además, tiene más significado hoy, en su cuali­dad de testigo de una época, que la época en que fuera estrenada.

Lilli Lehmann, la primera Brunhilda.

Hoy sigue en cuestión su vida y su creación. Su vín­culo con el nazismo acos­tumbra a ser una suposición que se hunde por la ignoran­cia sumada a la dogmática de sus fanáticos. La apro­piación nazi, sesenta años después de la muerte del compositor, en este caso sí es cuestionable. Artis­tas como Beethoven no tie­nen la culpa de los antojos de los déspotas que ponían como chill out sus sinfonías. Además, la contemporánea creatividad limitada de los cineastas biógrafos de estos líderes los llevaron a bana­lizaciones que no hicieron otra cosa mejor que utili­zar la música ya existente de compositores que, supues­tamente, eran del gusto de Hitler en lugar de crear una banda sonora más suges­tiva.

RESENTIMIENTO EN PARÍS

El antisemitismo de Wag­ner es discutible si nos con­centramos en el énfasis que puso a la parte económica. Sus cuestionamientos al comercio artístico que, según él, se encontraba a merced del sistema econó­mico judío atacan al hecho de que la música estaba al servicio de estos. Enton­ces la crítica de la caída del esplendor de la cultura romántica está destinada a los artistas comerciales, que en su mayoría no eran judíos precisamente y cuya finalidad única era el lucro más allá de la revolución en el arte. En lo artístico, lo judío se concentraba, para Wagner, solo en Meyerbeer y Mendelsohn, compositores alemanes cuyos arduos tra­bajos en Francia eran acla­mados. Esta situación evi­denció que la «verdad de la estética» no estaba del lado de Wagner. El encastre de la concepción artística de Meyerbeer en los requeri­mientos de la estructura wagneriana no fue bien vista y recibió el abucheo de los franceses. De hecho, tuvo que colocar un ballet al inicio de «Tannhäuser» para caerles lo mejor posi­ble. Pese a ello, Wagner no dejó de cosechar amistades francesas y, aunque el lector no lo crea, judías.

LA GRAN CONTRADICCIÓN

Richard Wagner escribió “El judaísmo en la música” en el año 1850, con seudónimo. El contenido se resume en lo expuesto más arriba. El tono utili­zado sugiere un ataque al judaísmo, al que se suma la descontextualización histórica y biográfica por parte de sus detractores, desembocando casi siem­pre, de manera simplista, en el antisemitismo. Pese a sus diatribas contra el sistema económico domi­nado por los judíos y el estilo antiestético sim­plificado en su resenti­miento contra Mendelsohn y Meyerbeer, la contradic­ción es humana, demasiado humana: Wagner estrenó obras sin dejar de intro­ducir en su staff a grandes artistas judíos que dieron el brillo a los papeles pro­tagónicos de los grandes momentos de su vida. Por citar solo algunos de ellos: Lilli Lehmann, soprano dramática allegada, la pri­mera valquiria del Anillo; Carl Taussig, su pianista y asistente; Josef Rubins­tein, pianista ensayador de todo el ciclo del Anillo, arreglista de “Parsifal” y amigo suyo; Angelo Neu­mann, barítono que realizó las primeras giras del ciclo del Anillo y amigo suyo; Hermann Levi, director de orquesta que estrenó “Par­sifal”, admirador e íntimo amigo; George Davidsohn, periodista, responsable de las campañas de prensa en su apoyo, fundador de la Sociedad Richard Wag­ner de Berlín y Nueva York, colaborador de socieda­des wagnerianas y amigo cercano de Wagner y su esposa Cósima Liszt, con quienes también mantuvo una larga correspondencia; Heinrich Porges, crítico musical de sus estrenos, especialmente destacado ensayista de Tristán e Isolda, admirador y amigo suyo. Difícil sería seguir nombrando las numero­sas amistades judías que figuran en su autobiografía Mein Leben, entre las que se destacan otras como la del filólogo Samuel Lehrs a quien recordó de manera sublime como una entrañable amis­tad en París; el pintor Ernst Kietz a quien incluso dedicó unas sonatas para piano en Mi mayor y el bibliotecario Gottfried Anders.

Tannhauser. Puesta en el Metropolitan Opera con Johan Botha en el papel principal.

EL ARREPENTIMIENTO POST MORTEM

La avergonzada descen­dencia de Wagner recono­ció las innumerables con­tradicciones cuando aquel publicó su famoso artículo. Es notable el resentimiento que se deduce según la cro­nología desde su estancia en París años antes de “El judaísmo en la música”. El mismo resentimiento se basa en el acaparamiento de judíos alemanes en la cul­tura musical francesa, del que ya hablamos, que lo des­plazó y despertó su envidia. Sus otros seguidores judíos lo tuvieron en cuenta, razón que explica la tolerancia al tamaño grado de histeria de nuestro compositor, carac­terística bastante cono­cida. Sobre la base de esto, Siegfried Wagner, hijo del compositor, llegó a atacar a un mecenas colaborador de los Festivales de Bayre­uth, quien objetó a la fami­lia Wagner por el hecho de seguir contratando músicos judíos para la representa­ción de las óperas. Siegfried Wagner repudió la actitud de su padre y respondió al antisemita: «¿Sugiere usted que deberíamos expulsar a los judíos de nuestra patria? ¿Desdeñarlos por la sola razón de ser judíos? ¿Es eso humano? ¡No! Si los alemanes queremos com­portarnos así deberíamos convertirnos en una clase de pueblo muy diferente. Si los judíos quieren ayudar­nos, eso es meritorio, pues mi padre los ofendió y atacó. Ellos, pues, tienen razones para odiar Bayreuth. Sin embargo, pese a los ata­ques de mi padre, un gran número de judíos admira sinceramente su arte».

El wagnerianismo sigue siendo un tema de discu­sión, más con la apropia­ción del neonazismo que busca la grandeza en la música, la misma gran­deza, pero transformada en grandilocuencia que creen haber encontrado en sus trastornados ideales. Sin embargo, la revolución no deja de ser el elemento presente en toda ópera wagneriana, desde la con­cepción de la música del propio compositor hasta su misma representación.

CHARLA DEBATE HOY

Hoy tendrá lugar, de 18:00 a 19:30, en la plataforma Zoom una charla/debate sobre Richard Wagner y el nacionalso­cialismo alemán. Estará a cargo de los referentes Víctor Morales y María Gloria Báez. El acceso es gratuito con cupos limitados. Información e inscripciones al (0981) 625-263.

BIBLIOGRAFÍA

PENELLA, M. (1991). Richard Wagner. Barcelona: Ediciones Castell.

POURTUALÈS, G. (2005). Richard Wagner. Historia de un artista. Buenos Aires: Editorial Losada.

OSBORNE, C. (1988). Wagner. Barcelona: Salvat Editores

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