Por Óscar Lovera Vera, periodista 

La hora de almorzar condujo a Jorge Soler, un joven empresario, a su departamento y solo unos minutos lo separaban de un hambre galopante. Caminó a ese destino, sintió que algo lo incomodaba, lo estaban siguiendo. Lo que ocurriría después fue brutal y violento. 

Un leve viento sopló desde el norte y avanzaba impetuoso después del mediodía del 28 de mayo del 2007. Un deslucido pelotón de hojas escoltaba al ventarrón, que desacomodó la corbata de Jorge Antonio Arce Soler, un hombre de 42 años de vida que en ese momento solo pensaba en almorzar. 

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Eran las 13:00 de aquel día y debía hacerlo rápido para volver a la oficina. Jorge lleva las finanzas de una firma gasolinera, Barcos y Rodados. Su licenciatura en administración le había dado el puesto hace varios años. 

Antes que el viento continúe con su furia sin razón, subió a su automóvil Daewoo Nubira y condujo hasta su departamento en el barrio San Vicente de Asunción. Se colocó el cinturón, introdujo la llave en el tambor de arranque y, luego de darle la primera vuelta, el motor encendió al igual que el radio. Sintonizó algo de música de la época, de esas que lo vieron sin más preocupaciones que las materias de la universidad. 

La marcha iba tranquila y la distancia no era mucha. Iba haciendo golpes sobre el volante, le seguía el compás a la música. El viento se detuvo y se complotó para lo más agradable que podía sentir en ese momento, pero no por mucho. 

Algo dentro suyo le susurró al oído que se fijara en su espejo retrovisor. Levantó la mirada hacía él y notó que allí continuaba el automóvil que por algunos kilómetros ya lo seguía, un sedan, un Chevrolet Corsa. Dejó de ser casualidad para convertirse en una inquietud, algo estaba mal. 

Jorge quiso comprobar, ya con pocas esperanzas, si la casualidad ponía al conductor de ese coche detrás suyo, persistente y cauteloso. Aceleró su marcha para perderlo, lo logró por unos metros. Sin embargo, a los pocos minutos lo tuvo detrás y esta vez notó que el conductor lo intimaba con la mirada. 

Con el rostro desfigurado por lo que él suponía se trataba de un intento de asalto, intentó -maniobrar para esquivarlos, serpenteante y con cambios de velocidad bruscos buscaba disuadirlos. Algo que les haga cambiar de parecer y entiendan que él no era cualquier víctima. 

Pronto pasó a convertirse en una persecución, aunque Jorge no lograba entender qué buscaban. Conducía como un demente, buscando que alguien lo ayude, luchó por borrarlos de su trayecto con cada maniobra evasiva, pero no lo logró. Entre las calles Centenario y Obispo Maíz –ya internados en el barrio San Vicente– el Chevrolet logró rebasarlo y con frenada brusca hizo de barricada para ponerle fin a su cacería.

Jorge se aferró al volante, comprimió su puño y abrió más los ojos. Por su mente pasaron tantas posibilidades de huir; en reversa no podía, estaba contra un muro y a los costados lo mismo: la posición del otro automóvil no lo permitía. Estaba acorralado.

Alguien bajó del auto y lo hizo empuñando un arma. Tenía un silenciador. Apuntó directo a Jorge y comenzó a gatillar varias veces, pero el arma no se disparó.

La desesperación y la palidez en su rostro crecían al mismo ritmo de las palpitaciones de su corazón, sentía que brotaría de su cuerpo y eso por momentos lo hacía perder la razón. Sin embargo, se serenó y trató de desabrochar el cinturón de seguridad, abrió la puerta del automóvil para correr, esa era su única oportunidad de salvarse. 

Jorge intentaba una y otra vez retirar la clavija del cinturón, pero no lo lograba. Los nervios lo sacaron de sí al ver que aquel hombre recibió otra arma. Se lo había pasado un segundo pasajero del automóvil que lo persiguió. Aquello era un revolver, que brillaba intensamente. El niquelado del fierro calibre 38 refractaba la luz del sol intenso, que por momentos las nubes descuidadas permitían ver.

Jorge accionó el interruptor con violencia y con la otra mano quiso arrancar la banda, que en ese instante jugó a ser un cómplice más de los desconocidos.

El tirador volvió y esta vez se acercó a la ventana del conductor, nuevamente empuñó el arma para luego descargar el tambor de ocho alveolos. Un disparo tras otro, todos al pecho. Tomó más balas de su bolsillo. Cargó cada compartimento y otra vez percutió. Varias veces. 

Mientras lo hacía, veía cómo el cuerpo se sacudía con violencia. La potencia de cada proyectil azotaba y desgarraba la ropa, los tejidos y huesos. Cubierto con su propia sangre, Jorge movió el dedo pulgar por última vez, accionó el pulsador del cinturón y logró liberarse. Con el codo, e hiperventilando, hizo la puerta a un lado y cayó al suelo. De ahí en más en su mente solo llegaba la idea de que alguien lo vea para ayudarlo, todo su cuerpo pesaba y mucho. No lograba siquiera arrastrarse.

Una mujer, inerte en el horizonte, vio cada segundo de lo que había pasado. No podía dar un paso por el miedo a que las balas la alcancen. Con la garganta seca y la voz entrecortada, solo atinó a decir “¡Señor!”, lo suficiente para alertar al pistolero de que una persona atestiguó la matanza.

“Decís algo de lo que viste acá y te voy a buscar. Te voy a matar”, sentenció el sicario al ver la reacción de la dama.

El desconocido reveló cuál fue su verdadera intención, matar al empresario. No robó nada. Apenas acabó con su trabajo, subió al coche y escapó junto a su acompañante.

La mujer obedeció la orden, temió hasta el último segundo en el que vio perderse el automóvil en el horizonte. Apenas sintió algo de alivio, llamó a la policía, una estación –la catorce del Área Metropolitana– estaba a siete calles de ahí. 

Sirenas interrumpiendo la escena. Rodeada de curiosos y la Policía. “¡Háganse a un lado!”, gritó el paramédico y las personas permitieron el ingreso de dos socorristas. Jorge continuaba en el suelo, con el pulso bajo y disnea. La frecuencia era corta, entre una exhalación y otra, apenas perceptible.

Lo subieron a la tabla rígida y luego a la camilla. “¡Abran paso!”, de nuevo el paramédico ante una impertinente turba. 

Camino al hospital, la vida de Jorge pendulaba errante, en un zigzag de pulsaciones los médicos trataban de mantenerlo estable hasta llegar a la sala de cirugías.

El conductor clavó frenos y la puerta trasera se abrió de par en par. Descargaron la camilla y Jorge tenía colocado el respirador manual. La bolsa le insuflaba oxígeno, mientras se hacían camino hasta la unidad de terapia.

“¡… 28, 29, 30!”, comprimían y se expandía el tórax. Dos ventilaciones, le insuflaron aire a los pulmones. “¡Está entrando en shock, doctor!”. Jorge había dejado de respirar.

“Fueron quince disparos de un proyectil calibre 38 en varias partes del cuerpo. Pero encontré veintiocho orificios. Solo cuatro plomos quedaron. Solo uno de todos estos tiros está distante y es en la mano; nos indica que intentó cubrirse, por instinto. Luego encontré en el rostro, maxilar y tórax. También en la pelvis y piernas, cuatro en total. Esto me hace suponer que el asesino no quiso que huya. Lo inmovilizó. La causa de la muerte podemos establecer en exanguinación, la pérdida masiva de sangre. Esto le provocó un fallo multiorgánico, y shock hipovolémico”, la forense Felicia Mora reportó su inspección.

Esta misma conclusión la escuchó el médico forense Pablo Lemir. “Imposible que haya sobrevivido a un ataque así. El que lo disparó sabía lo que hacía, quizás no fue profesional, pero al menos sabía dónde estaba disparando. Digo que no fue profesional porque este solo buscaría puntos vitales, la cabeza o el corazón”.

El que hizo esto, lo hizo con saña, con rabia contenida y dejó un mensaje para los que rodeaban a Jorge.

Continuará…

Etiquetas: #Jorge Soler

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