Partamos de un principio elemental: la iniciativa popular para proponer leyes al Congreso de la Nación garantiza nuestra condición de régimen democrático no solo republicano y representativo, sino, también, participativo y pluralista, tal como establece el Preámbulo de la Constitución Nacional sancionada el 20 de junio de 1992 y “cuya promulgación se opera de pleno derecho a la hora veinticuatro de la misma” (disposiciones finales y transitorias, artículo 1). En la misma asamblea constituyente se presentaron 119 propuestas ciudadanas, algunas con mejor éxito que otras. Entre las primeras pueden citarse la consagración de artículos reivindicatorios de los derechos de los pueblos indígenas y de las mujeres. No así, como lo enumera años después la politóloga Line Bareiro, los planteamientos de la denominada bancada campesina, cuyos integrantes –continúa explicando– salieron bastante defraudados por los resultados negativos, principalmente por la incapacidad de articular planteamientos específicos y unificados en forma de artículos. Valga esta breve introducción para certificar la legitimidad de la materia en cuestión. Suele representar, tal como estamos viendo, las aspiraciones o reclamos de un sector de la sociedad, organizado o no. No puede, por tanto, ser invalidada por subjetividades, siempre y cuando sus procedimientos se ajusten a los requerimientos que establezca la ley, en cuanto a cantidad de proponentes y la verificación de las firmas correspondientes. Si la idea es legislar con preceptos de honestidad, deben considerarse hasta los detalles aparentemente insignificantes para que los medios no desluzcan el fin último de las cosas.
Ahora vayamos al segundo criterio de imposible interpelación: nuestra irrefutable posición respecto a la necesidad de elaborar leyes que no alberguen lagunas ni riesgos de dobles asignaciones conceptuales o arbitrarias interpretaciones a razón de algunos párrafos oscuros o artículos contradictorios entre sí, en lo que respecta a los cargos de confianza y la eliminación de la práctica del nepotismo, en su amplia acepción de privilegiar, por encima del mérito, a familiares, amigos o lealtades políticas, en el ejercicio de la administración pública. El concurso para la selección de personal debe ser la regla inexcusable y no la excepción. En cuanto a los cargos de confianza, estos solamente están tipificados y circunscriptos al Poder Ejecutivo a través de la Ley 1626 de la Función Pública, no así para los poderes Legislativo y Judicial. Para los asesores del Congreso de la Nación se deben establecer parámetros bien definidos, con una categoría especial, diferente a los escalafones pertinentes dentro del servicio civil, también en estudio. Y es aquí donde se tiene que recurrir a la visión ampliada de juristas y catedráticos de renombre.
Siempre dentro de lo que establece la Constitución Nacional, las propuestas que son originadas en la iniciativa popular tienen un solo trato preferencial: su estudio no podrá ser delegado a comisiones (artículo 215 de nuestra Ley Fundamental). Es decir, tendrán el mismo procedimiento que “el Presupuesto General de la Nación, los códigos, los tratados internacionales, los proyectos de ley de carácter tributario y castrense, los que tuviesen relación con la organización de los poderes del Estado”. Pero de manera alguna implica su sanción obligatoria, cuasiautomática. Deberán seguir todos los trámites que se imprimen en estos casos: exposición de motivos, estudios, debates, modificaciones de artículos o aprobación in totum, sin dejar de considerarse la alternativa del rechazo total. La Constitución Nacional, en su artículo 204, es bien explícita: “Aprobado un proyecto de ley por la Cámara de origen, pasará inmediatamente para su consideración a la otra Cámara. Si esta, a su vez, lo aprobase, el proyecto quedará sancionado y, si el Poder Ejecutivo le prestara su aprobación, lo promulgará como ley y dispondrá su publicación dentro de los cinco días”. Después viene el artículo 206 en cuanto al procedimiento para “el rechazo total” y el 207 para “la modificación parcial”.
Es necesaria la realización de estas puntualizaciones porque, quienes promueven desde la iniciativa popular una nueva “ley antinepotismo”, tendrán que lidiar con otro proyecto en curso redactado por varios legisladores. Y, sobre todo, porque están planteando el falso dilema de que tal propuesta, y no otra, es la que tiene que ser estudiada y aprobada por su naturaleza de “origen ciudadano”. Desde los voceros de algunas organizaciones no gubernamentales y las corporaciones mediáticas en permanente crítica y ataque al actual gobierno quieren embretar y doblegar a diputados y senadores, cuando saben perfectamente que los miembros de la representación popular no “están sujetos a mandatos imperativos” (artículo 201).
Apoyamos fervientemente –y así lo demostramos en sucesivos editoriales que marcan nuestra línea– todos los aportes que contribuyan al desarrollo del país, al bienestar del pueblo y a moralizar nuevamente el Estado, destrozado por la anterior administración, que tuvo como cómplices a los medios que recuperaron repentinamente –porque así les conviene– la memoria de cuál es su misión. Pero existen mecanismos institucionales que deben ser puntillosamente respetados, principalmente por quienes constantemente invocan a la ciudadanía y la República como referentes de su gestión. El debate inteligente es el único camino viable y no el bullanguero ruido de la política del espectáculo.