Quienes profesan la confesión cristiana están obligados a transformarse en sal y luz de este mundo. La Palabra de Dios no admite acepciones por categorías jerárquicas o clases sociales. No existe un destinatario exclusivo de este men­saje. Ninguno puede escudarse en una posición de privilegio para evadir este mandamiento de Jesús que nos llega a través de Mateo (5:13-16). Los creyen­tes que practican su fe no deben limitar su campo a la prédica, sino que tienen que ser protagonistas del cambio. Y la mejor manera de enseñar –es bien sabido– es con el ejemplo. Desde los tiempos del Mesías hemos aprendido que estamos rodeados de personas que han demostrado mayor solidari­dad con el semejante (como el buen samaritano) que aquellos que todos los días proclaman “Señor, Señor” en los labios, pero sin ofrendar testimonio de vida. A estos últimos se los clasifica con la deno­minación de una antigua secta: los fariseos. Tam­poco hay que confundir el simple activismo den­tro de la Iglesia con el verdadero fundamento de la evangelización. Es decir, una auténtica conversión que contribuya a tener una sociedad cada vez más humana, justa, digna y fraterna. Conversos, reite­ramos, a Cristo, y no a la causa de un grupo o alguien en particular. La cita de Efesios 4:1 es inapelable: “Y Él dio a algunos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros”. Sin necesidad de hábitos, todos podemos ser pastores del prójimo. “Si no hablas para advertir al impío de su mal camino a fin de que viva, ese impío morirá por su iniquidad, pero yo demandaré su sangre de tu mano” (Ezequiel 3:18). Como está escrito, no se trata únicamente de evitar el mal como un especta­dor indiferente, sino de alertar al otro de no hacerlo.

¿Qué implica ser sal de este mundo? Las referencias bíblicas nos indican que era un condimento muy apreciado en aquella época, no solamente porque daba sabor a los alimentos, puesto que también se los utilizaba para conservarlos, especialmente los pescados. En términos figurados, evitaba la des­composición de la carne, su putrefacción, esto es: la corrupción de las sanas costumbres. Pero si la sal no era pura, “ya no sirve para nada, así que se la tira en la calle y la gente la pisotea” (Mateo 5:13). ¿Dónde queda la misión del cristiano cuando no combate la corrupción porque “la sal dejó de ser salada”? Y esta observación –o llamada de aten­ción– no solo se circunscribe a las autoridades. Al contrario, está dirigida a todos los que profesan la misma fe, sin excepciones. Porque, como la propia Iglesia católica paraguaya denunciaba en suce­sivas cartas pastorales, la corrupción en nuestro país es pública y privada (El saneamiento moral de la nación, 1979). El avance de la tecnología de la información y la comunicación permitió corroborar con pruebas lo que desde hace años se venía sospe­chando: que estábamos ante un fenómeno que ha carcomido todas las capas sociales y las estructu­ras institucionales, incluyendo las religiosas. Pero esta situación no debe constituir un pretexto para desautorizar o ignorar el mensaje de los líderes genuinos (que combinan la palabra con la acción) para combatir a este enemigo irreconciliable con la democracia y la ética: la corrupción.

Siguiendo con el evangelio de Mateo, luz del mundo conlleva implícito el deber de alumbrar el camino del conocimiento para superar la oscuridad de la ignorancia. Y esa responsabilidad del cristiano debe asumirse públicamente para que sea efec­tiva. “Procuren ustedes que su luz brille delante de la gente, para que, viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a su Padre que está en el cielo” (5:16). Recluirse en los templos para esquivar la conta­minación de los infectados por los vicios e inmo­ralidades mundanas, definitivamente, no es una opción. Es al revés: hay que involucrarse en todas las actividades humanas, especialmente la polí­tica como quehacer colectivo, para ser “sal y luz” entre los demás. Así también lo entendió el obispo de Caacupé, Ricardo Valenzuela, en su “Carta al pueblo”, exhortando a los laicos a que “asuman su compromiso bautismal de ser verdaderos protago­nistas en los diversos ámbitos de la sociedad. ¡No teman ser testigos del evangelio de Cristo!, ante todo, en el seno de sus familias y hogares; y cada vez con mayor empeño ser portadores de la Palabra de Dios en las universidades, en todas las institucio­nes civiles, administrativas, judiciales, legislativas, militares y policiales, en sus puestos laborales, en las calles y en el trajín cotidiano (…) Anímense a derribar las barreras que oprimen a nuestro pue­blo. ¡Busquen los modos más eficaces para comba­tir la irritante pobreza extrema, la corrupción y la impunidad!”. Tres palabras clave en las que el Poder Ejecutivo tiene responsabilidad administrativa y de denuncia ante el Ministerio Público; en tanto el Poder Judicial, la de castigar implacablemente a los responsables.

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Es bueno aclarar que la sociedad en general no está exenta de este desafío. Porque los efectos de la corrupción, reiteramos, han inficionado todos los espectros de nuestro pueblo. Y es ahí donde esta­mos fallando en ser “sal y luz de este mundo”. La fe no puede reducirse a una exaltación esporádica y emocional. Es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Esa, y no otra, es la verdadera fe. Es la que debemos evi­denciar en nuestra vida cotidiana. Y no solamente una vez al año.

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