La soberanía popular es el gran funda­mento de la República. Con este pen­samiento que define y determina su vocación democrática nació el Partido Nacional Republicano hace más de 135 años. Es uno de los enunciados vertebrales de su pro­grama de gobierno del 11 de setiembre de 1887 que, luego, la cultura popular recogió con el nombre de manifiesto, tal como se lo conoce hoy en día. La ventaja de contar con un instrumento ideológico que sobrevivió incluso a los regíme­nes autocráticos, tanto dentro como fuera del partido, puede ser una de las claves para inter­pretar su vigencia en el poder. Ni las más inmi­sericordes persecuciones, en sus formas más brutales, de sus adversarios históricos pudieron destruir el espíritu de los intelectuales repu­blicanos que alternaban la cátedra, la política y el periodismo, con el mismo prestigio, calidad y elegancia de estilo. Y, más que nada, de una honestidad cuyo resplandor acallaba las críti­cas de sus detractores. Se habían instalado en el corazón del pueblo, de los más humildes, como Ricardito Brugada, a quienes las vendedoras de mercados habían rebautizado como “el padre de los pobres”. O Ignacio A. Pane, quien tenía como misión organizar y movilizar a las clases trabaja­doras. O Telémaco Silvera, defensor de los explo­tados en los obrajes y reivindicador del derecho civil y político de las mujeres, ya en 1919. O unos pasos más atrás, Blas Garay, quien inicia el pro­ceso de revisión histórica en el Paraguay. Ban­dera que, después, recogerían los ya nombrados, además de otros dirigentes de elevada estatura del coloradismo para la definitiva consagración histórica del mariscal Francisco Solano López en la memoria colectiva. Los doctores Pedro P. Peña y Juan León Mallorquín son las primeras voces, a inicio del siglo pasado, que alertan sobre el peligro del avance de los bolivianos en terri­torio chaqueño. De esos acontecimientos que se transmiten por repetición oral se nutren los militantes de la organización partidaria fundada por el general Bernardino Caballero, a los que sobrevaluados “analistas” pretenden menospre­ciar como “ignorantes que hipotecan su futuro”.

Desde el interior de la Asociación Nacional Republicana no puede desconocerse la san­grienta dictadura de Alfredo Stroessner. Los dirigentes colorados que acompañaron su ins­talación en el poder con la ingenua convicción de que solo sería una puerta para que los civi­les accedieran al Gobierno, fueron los prime­ros desterrados. El déspota general pronto dio señales de que venía para quedarse. Y el hombre que permanentemente es elogiado por el actual presidente de la República, Mario Abdo Bení­tez, convirtió el país en un enorme calabazo, donde la paz se imponía a punta de bayonetas, pisoteando los más elementales principios de un Partido Colorado al cual se ufana de pertenecer. El estronismo fue un paréntesis desgraciado, un forúnculo maligno, en la vida institucional de la ANR. Pero las ideas no pueden ser derrotadas ni con intolerancias represivas ni con garrotes. Y el partido sobrevivió en un periodo, el de la transi­ción democrática, en que se pensaba en su desa­parición o en su proscripción de parte de la ciu­dadanía. A 34 años de la caída de Stroessner, solo una vez perdió la presidencia de la República, en el 2008, y por la propia incapacidad de sus diri­gentes para encontrar el camino del diálogo y la reconciliación.

Y hoy, cuando todos los pronósticos de perio­distas, politólogos, sociólogos y opinólogos de media cuchara (todo valía para hacer bulla) cer­tificaban la derrota del Partido Colorado, este obtuvo la mayor diferencia entre el primero y el segundo en toda el trajinar del proceso demo­crático. Casi la misma cantidad de votos que consiguió el candidato ganador en las eleccio­nes generales de 2003. Este ejemplo sirva, pues, para apreciar la aplastante, contundente, abru­madora, irrebatible y rotunda (agregue usted el adjetivo que prefiera) victoria de Santiago Peña, hoy presidente de todos los paraguayos y para­guayas, pero gestado en el vientre del movi­miento Honor Colorado, liderado por Hora­cio Cartes, también presidente de la Junta de Gobierno de la ANR.

Es de valientes y honestos asumir posiciones y responsabilidades. No se puede negar, como lo están haciendo algunos colegas, la intención de dos cadenas de medios de predisponer o indu­cir al elector a votar por la Concertación Nacio­nal, o sea, Efraín Alegre, que venía con tonos de solapada, encubierta, aviesa, abierta o grosera manipulación de los hechos y dichos del que, finalmente, resultó electo nuevo presidente de la República para el periodo 2023-2028, Santiago Peña, del Partido Colorado. Basta leer los dia­rios Abc Color y Última Hora, que son los cana­les donde desemboca en forma impresa toda la ostentosa propaganda anticolorada de los demás cuerpos integrantes de estas dos corporaciones con delirios de hegemonía.

Los tergiversados sucesos cotidianos, la conta­minación de las noticias con opiniones tenden­ciosas, la directiva de Natalia Zuccolillo y de Antonio J. Vierci de ignorar los actos multitudi­narios de Santiago Peña no pueden ser oculta­dos bajo la histeria de sus periodistas con ínfulas de estrellas que tratan de justificar su aberrante parcialismo con rating. Como si el rating fuera sinónimo de credibilidad y profesionalismo. Ade­más, el rating se mide con encuestas. Encuestas que son menospreciadas por aquellos que creen tener los índices de preferencia y el monopo­lio de la verdad. El nerviosismo inocultable y las evidencias abrumadoras de sus injustificables imposturas se reflejan claramente en las urnas. Triunfó la democracia. Perdió la mala fe.

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