Imprevistamente, a pocos días de haber asumido el nuevo presidente elegido democráticamente en el Bra­sil, una numerosa turba atacó en la capital brasileña, Brasilia, las sedes de los tres poderes del Estado: el Palacio de Pla­nalto, el edificio del Congreso y al Supremo Tribunal Federal (STF), cabeza del Poder Judicial. Los violentos que decían pertene­cer al partido conservador del ex presidente Jair Bolsonaro, muy bien organizados, per­petraron el más severo atentado físico que recuerda la democracia brasileña reciente. No solo rompieron dependencias de los edi­ficios y destruyeron equipamientos físicos de diversa índole que encontraron. Tam­bién quebraron la tranquilidad de la vida democrática brasileña poniendo en peligro el funcionamiento de las instituciones que hacen que un país se gobierne con las leyes y no con la fuerza bruta de una dictadura. El propósito evidente de los terroristas políticos fue mostrar su descontento con el nuevo presidente elegido por la mayoría de los brasileños. Aunque no se puede descar­tar que hayan querido echarlo mediante un golpe de Estado para volver al despotismo del pasado.

El repudiable suceso vandálico, con un propósito político bien definido, causó pánico no solo en el Brasil, sino en los paí­ses democráticos del mundo, porque era una muestra muy evidente de que la demo­cracia podría romperse bajo los efectos de las acciones violentas del terrorismo polí­tico. Por suerte, las fuerzas de seguridad del vecino país actuaron rápidamente y pudie­ron dominar el escenario rechazando a los golpistas, pero solo luego de las destruccio­nes físicas de las instalaciones de los pode­res del Estado.

Estos hechos lamentables dejan muy cla­ramente la lección de que en la sociedad hay grupos violentos que no son capaces de aceptar la democracia como sistema polí­tico y prefieren la imposición de la fuerza bruta sobre la ciudadanía como único recurso válido. Que a los extremistas no les interesa la democracia, sino solo sus desig­nios políticos, incluso mediante la imposi­ción de la fuerza bruta, como quedó demos­trado en esta ocasión.

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Como signo del rechazo del asalto vio­lento a las sedes del gobierno brasileño, en todo el mundo los líderes democráticos y personalidades de relevancia expresaron su enérgica condena. Desde el papa Fran­cisco, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y figuras políticas de nuestro país, entre otros.

El candidato colorado a la Presidencia del Paraguay, Santiago Peña, señaló que repu­dia la violencia contra las instituciones democráticas y expresó su solidaridad con el presidente y el pueblo brasileño ante el atropello. “Nada por fuera de la democra­cia”, sintetizó.

En un mensaje en tuit, el ex presidente Horacio Cartes fue muy claro en su condena al expresar textualmente: “Repudio el ata­que contra las instituciones democráticas en Brasil”, y agregó que “la violencia contra el orden democrático nunca será el camino para lograr el bienestar de las naciones”.

Lo acontecido en el Brasil es un hecho inaceptable y sobre cuya condena no debe haber dudas. Así como el asalto a una casa de unos maleantes que usan la violencia para robar y matar no se puede admitir bajo ningún pretexto, el atraco a las insti­tuciones de la democracia no se debe acep­tar ni con las explicaciones más ocurren­tes, aunque provengan de un signo político favorable. Atacar agresivamente y saquear no tienen justificación lógica en una socie­dad, y menos cuando se arremete con­tra las instituciones que por su relevante papel en la comunidad son sagradas. Los poderes del Estado son intocables y mere­cen un respeto excepcional.

Días después, los partidos de las más diver­sas tendencias ideológicas del Brasil repu­diaron el atentado contra la democracia. Y fueron unánimes en el rechazo. Pero el hecho acontecido arroja una sombra peli­grosa sobre la vida política del vecino país, porque demuestra la existencia de un sec­tor violento que tiene poder y capacidad para destruir, que está apañado por gente de esa sociedad que no cree en la democra­cia y está dispuesta a recurrir al delito para sus fines. La amenaza de una dictadura siempre está pendiente en sociedades que tienen un largo pasado con la experiencia de haber vivido en medio de una experien­cia totalitaria.

Lo que ha ocurrido en Brasilia debe servir como lección para todas las naciones, que siempre tienen que estar vigilantes para impedir la incursión de los violentos.

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