• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

En 1973, el doctor Hipólito Sánchez Quell, entonces director del Instituto Colorado de Cultura, al hacer un balance de sus actividades, declaraba los doce mil ejemplares que conformaban la biblioteca, preferentemente de autores paraguayos, de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana. Aunque había abdicado de los ideales socialistas de su juventud (marcando diferencias con el “socialismo dogmático” y el “comunismo anárquico”), expuestos en la convención del partido de diciembre de 1930 (sector eleccionista), igual que su compañero de ruta, Juan Ramón Chaves (“el socialismo es un llamado glorioso de la civilización”), adhiriéndose, luego, al siniestro y bárbaro régimen de Alfredo Stroessner, sus actividades, juzgando en la distancia, tenían mirada de futuro. Quizás, como una manera de expiar su conciencia, se dedicó, también, a la tarea editorial. Aunque muchas de las publicaciones –no todas– venían con una foto y un epílogo elogioso al dictador, su contenido mantenía intacta la esencia ideológica del Partido Nacional Republicano. Esencia doctrinaria que el déspota pisoteaba sin miramiento alguno. Era cuestión de saber leer, ignorando la propaganda de exaltación abyecta al “egregio jefe”.

El instituto contemplaba –ya lo dijimos– un ala editorial que, en una primera etapa, pudo evadir el influjo depredador de Stroessner y su círculo de alcahuetes. Así, la Biblioteca Clásicos Colorados, dio a luz obras de Juan Crisóstomo Centurión (Mocedades-Los sucesos de Puerto Pacheco), Blas Garay (El comunismo de las Misiones-La revolución de la Independencia del Paraguay), Fulgencio R. Moreno (Geografía etnográfica del Chaco-Estudios sobre la Independencia del Paraguay), Juan E. O’Leary (El Paraguay en la unificación argentina-La guerra de la Triple Alianza), Ignacio A. Pane (Apuntes de Sociología-Geografía Social-La mujer guaraní) y Natalicio González (Proceso y formación de la cultura paraguaya). En la segunda hornada, Biblioteca de Colorados Contemporáneos, ya fue imposible seguir evitando la gravitante presencia “intelectual” del honorable sátrapa. Así que el primer volumen estaba reservado a Alfredo Stroessner: Política y estrategia de desarrollo. El siguiente número le tocó justamente al director del instituto, H. Sánchez Quell: Autoantología; Ezequiel González Alsina publica El doctor Francia del pueblo y ensayos varios; Dionisio González Torres, Boticas de la Colonia y cosecha de hojas dispersas; Luis María Argaña, Historia de las ideas políticas en el Paraguay, y Bacón Duarte Prado, Fundamentos doctrinarios del Coloradismo (sin ninguna alusión al dictador). A estos títulos debemos añadir los numerosos discursos sobre personalidades y acontecimientos históricos del partido que fueron editados en formato de folletos.

Después del golpe de Estado del 2 y 3 de febrero de 1989, la mentada biblioteca fue saqueada con “patriótica” unción. Para que no se diga que los colorados no quieren leer. Un día, el presidente (cuyo nombre me reservo) de la Junta de Gobierno consideró que aquel espacio físico debería tener un mejor uso y lo dividió en oficinas. Los libros fueron destinados a un sótano del llamado edificio Patria. Hasta que una torrencial lluvia desbordó los canales de desagüe y todos los textos pasaron a mejor vida. Flotando en la oscuridad. Quien fuera jefe de prensa del partido, el periodista ya fallecido, Mario Hugo Sanabria, pudo recuperar algunos lotes de donde el agua no había alcanzado. Según sus propias declaraciones, entregó, para su resguardo, parte de la memoria histórica de la ANR al Centro Cultural de la República El Cabildo. Me regaló, de paso, algunos ejemplares que tenía repetidos, más cuatro o cinco libros de actas de las sesiones de la Junta de Gobierno de la era anterior a la dictadura. Y un retrato a restaurar (así lo hice), pintado a carbonilla (creo), de Enrique Solano López. De paso, me dio un tour por un salón ubicado debajo de la sala de sesiones, donde imágenes y bustos de los próceres civiles del coloradismo se estaban deteriorando irremediablemente.

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Paralelamente al trabajo de Sánchez Quell, había empezado la aparición de Cuadernos Republicanos, de Leandro Prieto Yegros, que también editó libros como, por ejemplo, Moral política y otros escritos, de Juan León Mallorquín, y El Estado servidor del hombre libre, de Natalicio González. Julio César Frutos y Dionisio Nicolás Frutos, por esos mismos tiempos, asumían la responsabilidad de la reedición de los Clásicos Colorados: Luchad. A la juventud estudiosa de la Patria, de Juan Manuel Frutos, padre (1912); Partidos políticos. La superioridad del coloradismo (1916), de Ricardo Brugada; La sublevación del 19 de octubre de 1877, de Arturo Brugada, por citar algunos. Editorial Guarania, de Natalicio, y las contribuciones intelectuales de Epifanio Méndez Fleitas desde el exilio merecen una especial consideración. Y otro artículo.

Todos ellos estaban convencidos de que la pasión representaba un componente importante para sostener la adhesión popular al Partido Nacional Republicano, pero no era determinante para acceder y permanecer en el Gobierno, en circunstancias democráticas, sin el poderoso aporte de la razón. En la Convención de 1930, Sánchez Quell fue categórico: “La simpatía es, indudablemente, el mejor vínculo para llegar a la solidaridad. Mas no es todo. Esa simpatía, esa pasión política, ha de mantenerse y adquirir más fuerza en torno y tras el programa ideológico concreto que sirva de directriz a la acción partidaria. La falta de un programa preciso es la mejor plataforma de las prepotencias personales y de los políticos sin escrúpulos”. Y Roberto L. Petit lanzaba similar advertencia, allá por 1950: “Hay que preocuparse por los trabajos de difusión doctrinaria o capacitación”. Luis María Argaña solía repetir: “La política no es solo transpiración, es, y ante todo, inspiración”. Por algo Ignacio A. Pane era conocido como “un agitador de ideas”. Buen provecho.

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