“Una vida sin autoexamen no es digna de ser vivida”, (Platón, Apología 38a 5-6).

La filosofía tiene su día. Este pasado jueves, la tercera semana del mes de noviembre, la Unesco ha reconocido así ese saber milenario, atrayente, misterioso. Se celebra a la filosofía. Pero me pregunto si no es más que un gesto vacío en un mundo y una cultura donde lo más frecuente es adjetivar a la filosofía como saber inútil. Una pérdida de tiempo. Pregúnte si no a los jóvenes sobre las “ventajas” de seguir filosofía, o la reacción de sus padres al oír sus deseos de estudiar filosofía. Una herejía. Estupidez supina. ¿De qué vas a vivir? Ya lo entreveía Sócrates (470-399 AC) hace más de dos mil quinientos años, en su defensa frente al establishment ateniense: la de un saber inocuo que pervierte a los jóvenes y niega a los dioses de la ciudad.

Yo soy más optimista. Luego de dedicar mi vida a la filosofía, creo que el encuentro con ella es más necesario que nunca. La filosofía constituye el juicio crítico de las ciencias, naturales y sociales, que no poseen en sí mismas las razones de lo que constituye su saber. Formula sus principios. Sus fundamentos. La filosofía es eso y mucho más: nos habla de sabiduría y de su búsqueda, del ser y su contemplación, del absoluto y del misterio, la verdad y el bien, de los seres humanos y de Dios. La filosofía clama ser ciencia y no meramente una disciplina más. La arquitectura del saber, su estructura y contenido. Quiere y aspira a decirnos lo que las cosas son. ¿Cuál sería entonces la alternativa a un rechazo de la filosofía? El silencio. La mudez. La cancelación de lo humano. Sería, primordialmente, dejar de hacer y hacerse preguntas.

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DE LA UTILIDAD AL VACÍO

Podemos afirmar que el universo de Tolomeo, el de Newton y el de Einstein son diferentes. Pero no se podría afirmar lo mismo del deseo de saber de Platón, San Agustín, o el de un Kant o Kierkegaard. El deseo de estos radica en cuestiones últimas, no inmediatas. Aunque, en ambos casos, está en juego la verdad de la realidad. La verdad, aleteia, lo oculto a nuestra mirada inquisitiva. Se reconozca o no, ese es el objeto de la filosofía. El ser de las cosas. En la babel filosófica actual se podría subsumir esa búsqueda de la verdad de la realidad en tres pretensiones.

La primera, la verdad como utilidad. Una afirmación es verdadera si las personas pueden utilizarla para sus intereses. Pragmatismo. Desde los estoicos a William James (1842-1910), el pedigrí de esta pretensión es extensa. Busca resultados. La verdad es lo útil siempre que no refiera a valores epistémicos permanentes. Lo útil cambia, es relativo. Sujeto a intereses tornadizos. Lo que le llevó a concluir al pragmatista y posmoderno R. Rorty (1931-2007) a afirmar que la democracia es lo único necesario, no la filosofía. Las verdades relativas y consensuadas de la democracia son las que “controlan” una sociedad. Cuando se decide que algo es verdad, simplemente se afirma que es útil creerla. Así, lo que estaba justificado en creer ayer podría ser falso hoy. Es el camino seguro al nihilismo.

DE LA COHERENCIA A LA IDEOLOGÍA

Aquí la verdad no es lo útil, sino la consistencia del pensamiento consigo mismo. La verdad –y la falsedad– de una creencia está dada por la coherencia de unas creencias con otras. Lo real es racional y todo lo racional es real como lo pregonaba Hegel (1770-1831), sin olvidar a ese otro filósofo que formulaba una ética “exacta” al estilo de la geometría como B. Spinoza (1632-1677). Postura que también abreva en el gnosticismo de la Nueva Era tan extendido hoy. La verdad coherente se aísla del mundo, no puede ser verificada en las cosas, pues está en función de los amoríos de una creencia dentro de su propio sistema, sin referencia a una realidad afuera del mismo.

Es el camino seguro a la ideología e ideologismos tan prevalentes hoy: la autopercepción como realidad, retroalimentada por la relación de otras creencias afines, sin importar el dato de las cosas sensibles que no dejan de ser mero espejismo de los sentidos. Es el camino indudable al relativismo hegemónico existente, pues permite la posibilidad de que creencias completamente diferentes y contradictorias sean ambas verdaderas siempre que sean coherentes dentro de un sistema de creencias.

LA ADECUACIÓN DE LA RAZÓN A LA REALIDAD

La tercera pretensión, la teoría de correspondencia entre las cosas y realidad no es compleja. Es de sentido común, pues afirma cómo son las cosas en el mundo real. Filosofía y vida están entrelazadas. No concibe –como lamentablemente conciben pragmatistas, posmodernos e ideólogos– una filosofía como discurso científico, separada de la vida. O praxis sin razón especulativa. Aséptica. Los pensadores de este realismo son legión: desde metafísicos como Aristóteles (384-322) y Tomás de Aquino (1225-1274) hasta positivistas como Bertrand Russell (1872-1970).

Cabe una salvedad, sin embargo, que los diferencia a metafísicos y positivistas. Que la realidad de las cosas no se reduce a meros hechos descriptos por una ciencia infalible, de un mundo físico como pretenden los positivistas. Eso sería caer en un materialismo o cientismo al cual se le escapan factores claves de la realidad. El realismo metafísico no se funda en presuntos hechos sagrados sin un horizonte desde el cual los mismos cobran un sentido. Existen supuestos previos al conocer, creencias culturales primordiales, que condicionan nuestra concepción del mundo. Para mí, el supuesto asumido es el hecho cristiano. Otros asumirán una precompresión diferente. Nadie es neutro. La filosofía deviene así en contemplación de la realidad, de la vida, mediada por una narrativa. Es que el intelecto humano se abre siempre un horizonte de interrogación en la línea de Gadamer (1900-2002), que solamente queda satisfecha cuando organiza la totalidad de lo real en un conjunto ordenado y transitable.

La cuestión de este realismo es si la realidad y el lenguaje están conmensurados. Yo creo que sí, siguiendo a Aristóteles y Tomás de Aquino y gran parte de la tradición de Occidente. Se puede conocer lo que las cosas son, aunque también es cierto, que el conocimiento de esas esencias no termina nunca. Y para eso, necesitamos de la filosofía, la clásica, philosophia perennis, que no tiene, como es el caso del derecho, la fuerza que la defienda. Ni lo pretende. Solo la persuasión, el argumento. Y la apertura al misterio, pues “comparado con lo que contemplo” –decía Tomas de Aquino al final de sus días– “lo que he escrito es paja”. ¡Feliz Día la Filosofía!

Es el camino seguro a la ideología e ideologismos tan prevalentes hoy: la autopercepción como realidad, retroalimentada por la relación de otras creencias afines, sin importar el dato de las cosas sensibles que no dejan de ser mero espejismo de los sentidos.

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