Es curioso lo que ocurre en nuestros días. Un rasgo llamativo, pues, en un tiempo de inteligencia artificial –juzgada como una gran conquista de la tecnología (y de la razón humana)– se presenta una ofensiva contra esa misma razón. Contradictorio. Pero es así. ¿La razón que se agrede a sí misma? Si nos atenemos a la tradición del sentido común, la que nos viene de la filosofía clásica, una cuestión es clara: el ser humano es un ser racional. La razón es un hábito. Es lo esencial del ser humano. El hombre es animal racional, lo dijo Aristóteles hace tiempo. Y lo confirmó Tomás de Aquino y una multitud de otros filósofos. Le cabe al poder de la razón desentrañar la realidad paso a paso, las cosas que le rodean y a sí mismo. Pero, al mismo tiempo, lo inverso parece haber estado ocurriendo: lo irracional.

Por supuesto. Muchos dirán que el ser humano no es precisamente del todo racional. Basta ver lo que ha ocurrido en la historia humana: crímenes atroces en nombre de la racionalidad. Eso obliga a la pregunta que T. Adorno y M. Horkheimer se plantearon en su “Dialéctica de la ilustración” en 1947. ¿Cómo podría ser que, en el apogeo de la civilización europea, en el auge de la civilización más racional de la historia basada en la ciencia, se haya llegado al Holocausto? Pero esa irracionalidad no ha terminado ahí. La barbarie continúa casi sin pausa. Los recientes crímenes de Hamás nos recuerdan que, a pesar de la historia, nada parece haberse aprendido. La razón aparece retorcida, manipulada o simplemente deviene en irracional. Poco importa la educación o la no educación. Los seres humanos parecen actuar como bestias.

PENÉLOPE Y EL BIEN MORAL

Sin embargo, las bestias –diría Aristóteles– no actúan irracionalmente. Tampoco racionalmente. Mi perra Penélope no argumenta cuando quiere algo. Solo husmea, buscando sobrevivir, alimentarse. Su crueldad –con las ardillas generalmente– no es malicia moral, sino conducta para preservar el espacio vital para su especie. No posee el hábito del entendimiento o la razón. No hace preguntas ni menos filosofa. Su cariño o afecto es instinto, una metáfora de lo humano. Actúa conforme a su naturaleza canina. Los seres humanos somos diferentes. Somos inhumanos unos a otros, parafraseando al inglés Wordsworth (1770-185), aquel poeta romántico autocrítico de la presunta humanidad humana.

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¿Por qué seguir, entonces, llamándonos animales racionales? Es que decir que el ser humano es racional significa que posee el poder y la capacidad de entender la realidad. De encontrar la verdad de las cosas. Pero, y de ahí el drama, no siempre esa capacidad de razonar o de comprender las cosas se utiliza bien. Se elige lo que se quiere y esto no siempre está de acuerdo con el bien que la inteligencia muestra. Corruptio optimi pessima est: la corrupción del mejor es lo peor. Se puede usar una razón ilustrada para fines malvados. La razón sin más no es suficiente.

LA REALIDAD COMO MEDIDA

Pero si la razón no es garantía de elegir el bien ni suficiente, ¿habría que abandonarla y seguir nuestros sentimientos o emociones? Esa es la actitud emotivista: seguir los sentimientos. Al poder de la razón se lo reemplaza por el de las emociones cuyo resultado no es mejor al observar lo que ocurre en el mundo actual. La carencia de fuerza cognitiva de los sentimientos hace caernos, muy a menudo, en la irracionalidad. Pasto fértil de ideologías y sus caprichos. Piénsese solamente en la actitud tan extendida de que lo percibido y autopercibido es la realidad. Si dos más dos no sentimos que es cuatro, será entonces cinco. O bien, la percepción de algunos de que su especie no es su especie, sino una diferente, abriéndose un abismo entre la realidad concreta y la percepción imaginaria tenida como real.

Pero en ambos casos, ni la razón ni los sentidos son en sí mismos criterios de lo real. Juicio de afirmación de las cosas existentes. La razón humana no puede ser norma y medida de lo real como lo aclara Tomás de Aquino de manera lúcida. Es lo real la regla de la razón y los sentidos. Los seres humanos viven en un mundo que los precede y su realidad le es dada. Por su creador. Solamente con una inversión total del orden de la naturaleza humana podría concluirse que la razón humana es regla de lo real.

Con eso damos con el problema: nuestras sociedades han perdido el sentido de lo sagrado y se ufanan de autosuficiencia tecnocientífica. Se clama la autocreación. Ya a nadie le importa lo sobrenatural. Y esa razón sin trascendencia manipula la ciencia, tergiversa el uso tecnológico, hace la guerra. La razón contra la realidad. Dios ha muerto –repetía Nietzsche en 1883– y lo hemos matado nosotros. Hoy esa misma razón despojada del misterio se lamenta que ese asesino de lo divino, los seres humanos, también puedan ir desapareciendo poco a poco, Estado universal.

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