• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

El título de este artículo es engañoso. Y lo es, pues, indica la existencia de una filosofía y que la misma supone una realidad, la de woke o wokismo. El significado de la palabra woke, el pasado de wake, es despertar. Por supuesto, el término indica algo más complejo. Su uso se hizo familiar en los Estados Unidos al interior de la comunidad afroamericana, expresando concientización ante la injusticia racial. El movimiento woke explota en el verano de 2020. Esta corriente –muy justa en sus reclamos a simple vista–; sin embargo, admite una serie de consideraciones no relacionadas a la histórica lucha por los derechos civiles. En primer lugar, el wokismo no se cimenta en una justificación filosófica exclusiva o metarrelato para el cambio de los acontecimientos. Remite más bien, a un amasijo de ideas que, amalgamadas unas a otras, apuntan a la construcción de un poder hegemónico. El creyente woke asume que las realidades se montan, inventan, o elaboran conforme a deseos, identidades. No hay realidad. Ni verdad. Todo fluye.

En segundo lugar, el wokismo habita un mundo posracional en donde las matemáticas pueden ser machistas y donde no solamente el género no es lo mismo que el sexo biológico, sino que el hacer ejercicio, o disfrutar de un sueño reparador, puede ser racista. Parecería exagerado, pero, no lo es. Varias de estas creencias han penetrado en todos los ámbitos de la cultura: universidades, asociaciones profesionales, industria, organizaciones internacionales, gobiernos, iglesias, deportes. Inclusive, ha creado temor en críticos potenciales ante la posibilidad de ser juzgados moralmente como intolerantes, autoritarios, transfóbicos, generadores de discursos de odio o cosas por el estilo. Pero, estas consideraciones vienen de ideas anteriores. No son un fruto adánico. Señalemos brevemente algunas de ellas.

EL FANTASMA QUE CONSTRUYE LA MÁQUINA

La década de los sesenta y los setenta del siglo pasado fueron claves para la conformación de lo que se llamaría Teoría Crítica, la primera raíz del wokismo. Fue entonces cuando autores que venían de distintas corrientes, terminaron de elaborarla. Nombres como los de T. Adorno (1903-1969), H. Marcuse (1898-1979) a los que se unirán J. Derrida (1930-2004) y M. Foucault (1926-1984), formaron la caravana de pensadores radicalizando a la filosofía moderna, acusando a la clásica de un crimen execrable: la de ser logocéntrica, incapaz de definir nada, pues sería inepta para captar las diferencias. La Teoría Crítica nace contra el logos –antifundacionalista– es decir, rechazando cualquier fundamento racional.

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Así, se radicaliza la modernidad desde Descartes (1596-1650) al norteamericano R. Rorty (1931-2007) que separa el cuerpo –mera máquina– del alma o mente, y donde esta, se convertirá no solo en una sustancia que piensa sino prontamente, será la clave de todo lo humano: la que quiere, desea, inventa, fabrica, construye. La líder suprema. El cuerpo, como una cáscara o ropaje maleable, será considerado peligroso, indeseable. Se inicia una suerte de gnosticismo y donde ese fantasma del yo, del alma o de la mente –replicando la ironía del filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976)– se convertirá en la voluntad caprichosa que construirá, moldeará, la máquina del cuerpo. Si el cuerpo no corresponde al yo, se lo cambiará, modificará, fragmentará, sometiéndolo a cirugías o terapias hormonales. Es la hegemonía de la ideología del género construido por los deseos, ignorando al cuerpo que nos fue dado por la naturaleza. O donado por Dios.

LA CABEZA DE LA HIDRA

No me refiero aquí a aquel texto del mexicano Carlos Fuentes (1928-2012), sino al terco resurgir de la praxis, la cabeza de la hidra de Marx en la lectura de la historia como segunda raíz del wokismo. Es la resurrección de la tesis 11 sobre Feuerbach. Toda la historia no es más que enfrentamiento irreconciliable entre la clase opresora y oprimida. Amos y esclavos enfrentados en delirio dialéctico. Primacía de la praxis. Hay que cambiar todo. Claro, ahora esta praxis cobra el tamiz de lo binario, enfatizándose las identidades. Así, la confrontación será entre hombre y mujer, género vs. sexo, homosexual y heterosexual, ricos contra pobres, feminista y machista, elitistas contra marginalizados, imperialistas aplastando a colonizados, occidental frente a multicultural.

La lucha entre contrarios debe construir el poder. La política no es sino defender identidades frente a otros intereses que enmarcan la opresión, la marginación. Derrotar al privilegio blanco o bien desmantelar el racismo sistémico o destruir la heteronormatividad, son los nuevos gritos de guerra. Aún más, la interseccionalidad permite la lucha entre más de una dimensión oprimida y discriminada. En esta reconstrucción conflictual de la realidad, maniquea, nada ni nadie se salva. Ni el arte. Ni Abraham Lincoln. Todo puede y debe ser cancelado, sujeto a vergüenza pública. Si no existe la realidad, todo es deconstruido, reinterpretado. Hasta el silencio puede ser interpretado como complicidad de los blancos con la opresión. Hay que extirpar, rehaciendo la realidad en un permanente estar despierto (awake).

LA VERDAD COMO VOLUNTAD

¿Es posible una democracia republicana con semejante deconstrucción? Imposible. Para el wokismo, el pluralismo debe suprimirse. Las libertades liberales son un antifaz de la dominación. De ahí su tercera raíz clave: todo es poder y este debe suprimir toda oposición. A diferencia del movimiento por los derechos civiles que marcaron al liderazgo de Martin Luther King desde la década de 1950, que buscaba recuperar el sentido originario de la declaración de Independencia –la dignidad de todos los seres humanos–, el wokismo, siguiendo el estilo de la Sociedad Carnívora de Herbert Marcuse parece querer una sociedad donde todo lo actual debe eliminarse. La sociedad y las instituciones y “porque la perpetuación de la servidumbre, la perpetuación de la lucha miserable por una existencia bien distante de las nuevas posibilidades de libertad, activa e intensifica en esa sociedad una agresividad básica, a un punto que, creo, resulta desconocido en la historia”. (Marcuse, 1968).

Para el wokismo el poder es totalitario. O no es. Es todo. La modernidad ilustrada llega a su lógica final: si lo que importaba era la voluntad del soberano, luego del pueblo, más tarde de las masas, ahora es la voluntad del individuo que se autoconstruye. ¡Qué más da! Se abandona la razón y el orden con que, la modernidad no iluminista, había construido al Estado constitucional moderno. La ciencia se hace sospechosa. Todo se tuerce para que se ajuste a los caprichos de la irracionalidad.

En la filosofía de Occidente, esta es la victoria del error del voluntarismo nominalista: la de que Dios puede, por su poder, decidir –si quiere– hacer que dos más dos sea cinco. Hoy, luego de que a Dios se lo ha matado, desde Nietzsche (1844-1900), y Schopenhauer (1788-1860) hasta los estructuralistas de la Teoría Crítica, ese poder y querer, se ha metido en el individuo despierto y liberado quien, como un dios secular, quiere definir la realidad. Solo nos queda, a los que aún creemos en la realidad, invitar a otros a pensar. Volver al sentido común. A mirar las cosas como lo hizo aquel macedonio, Aristóteles, hace más de dos mil quinientos años: con estupor y asombro. Es que a la verdad y, sobre todo, a la belleza, no se la puede cancelar: una sinfonía de Mozart es bella porque es verdadera. Tiene realidad. Y ser. Y el ser es verdadero y bueno. No es una construcción ni producto del poder. Es un don. Por eso la verdad es nuestra adecuación inteligente con las cosas, con la realidad.

La década de los sesenta y los setenta del siglo pasado fueron claves para la conformación de lo que se llamaría Teoría Crítica, la primera raíz del wokismo. Fue entonces cuando autores que venían de distintas corrientes, terminaron de elaborarla.

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