EL PODER DE LA CONCIENCIA

En cierta ocasión visité a unos parientes que vivían del otro lado de la ciudad. El recibimiento fue afectuoso y la charla pronto se hizo amena. En derredor jugaba a los indios un niño, quien había fabricado un arco rudimentario con un palo y un piolín.

Colgó un blanco en la pared y sin molestar a nadie comenzó a lanzar sus dos únicas flechas, también confeccionadas por él, a modo de práctica.

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Se veía en su rostro la satisfacción de que cada tiro le salía mejor. Iba y recogía los venablos y ajustaba la pluma, apuntaba con cuidado y en varias ocasiones hasta acertó en el centro.

Llegó la hora del almuerzo y la madre le dijo que fuera a lavarse, entonces el obedientemente chico dejó el arco en el patio y salió corriendo hacia el sanitario. Fue cuando la mujer tomó el arco y las flechas y las arrojó sobre el techo de la casa y al regresar el hijo se concentró en la comida, olvidando su juguete.

Durante la siesta le preguntó a la madre si no había visto su arco y ella le respondió que no, que buscara en su cuarto. El arco y las flechas habían desaparecido.

La velada transcurrió plácida y antes de despedirme le pregunté en voz baja a la madre por qué había arrojado el arco del niño. “Porque es peligroso”, respondió.

Esa farsa la descubrió el hijo porque sus amigos le contaron lo que había hecho su madre; pero sin entender y por respeto, calló. Esa cicatriz perduró a través del tiempo y a veces, de adulto, se pregunta qué derecho tuvo su madre en tomar una decisión que solo le correspondía a él. Quién sabe si hoy no sería un gran deportista de la arquería. Nunca lo sabrá.

Hacía semanas, desde que había salido del consultorio, su vida dio un vuelco. Recordaba cuando el médico, a escondidas, lo llamó mientras su padre subía al auto. Discretamente le comunicó lo peor, el anciano padecía de cáncer y si tenía suerte tal vez podría ver su última Navidad.

El galeno se equivocó y el hombre pasó diciembre y llegó a junio, solo entonces descansó. Durante todos esos meses, él preguntaba sobre sus síntomas, sus dolores, los remedios que le daban, sin entender por qué no mejoraba. Siempre le contestaban que era algo propio de su edad, que el proceso era lento, que tuviera paciencia, pero jamás le mencionaron que estaba muriendo.

Y se fue a la tumba creyendo que recuperaría la salud. Los que quedaron sintieron la opresión de haberle mentido, de haberle negado la verdad hasta el último minuto de vida y, lo peor, haberle ocultado la posibilidad de prepararse para dar el gran salto hacia la muerte.

¿Tenían derecho a mentirle? Según el médico, cuando se le dice al paciente que está muriendo y le dan una fecha tope de vida, generalmente entra en depresión y “se entrega”. Sin embargo, si el enfermo no sabe el nivel de gravedad de su enfermedad, tiende a vivir más tiempo.

Pese a esas explicaciones, la mentira quedó flotando en la familia y hasta hoy sus miembros se preguntan si actuaron correctamente. ¿Qué hubiera preferido el padre? ¿Saber la verdad y asumir sus últimos momentos como él decidiera o vivir en el engaño para evitar su supuesto sufrimiento? Nunca lo sabrán.

Ambos ejemplos evidencian cómo, sin buscarlo, en algunas ocasiones la vida nos coloca en situaciones en las que hay que elegir un camino u otro y nunca nos revela si elegimos bien o mal y la duda perdura por siempre.

Cuando la decisión es libre y voluntaria y se refiere al destino de uno mismo no hay problema, asumimos nuestro error y sus consecuencias. Pero, ¿hasta qué punto tenemos derecho a elegir por otros sin que ellos lo sepan?

En un planeta en el que anunciaron que la era del calentamiento global quedó atrás y comenzó la era de la ebullición, en el que los gigantes tecnológicos se alían a la inteligencia artificial a costa de la pérdida de millones de empleos, en el que la naturaleza agoniza a causa de la industria consumista, no es de extrañar que los dirigentes del mundo tomen decisiones “por nuestro propio bien”… aunque no detienen la contaminación de sus fábricas ni de construir bombas.

Pero la verdad es que el bien de ellos siempre estará por encima del bien de los demás. Darán muy buenas explicaciones, tal vez hasta nos convencerán de que hicieron lo correcto, pero en el fondo ellos sabrán que mintieron. Nosotros nunca lo sabremos.

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