Esta es la época en que abundan, como yuyos después de cada lluvia, los prestidigitadores de la política, los curanderos de pócimas milagrosas con potencial para superar todas las enfermedades, incluyendo aquellas que para las cuales la ciencia todavía no logró encontrar una cura. Prescriben recetas que no fueron capaces de poner en práctica mientras administraban el poder.

O, más explícito, estando aún en el poder. Pero con incontenibles ansias de continuar desangrando al Estado para sostener sus bastardos privilegios, que son extensivos a familiares inmediatos, amigos y amantes. Han convertido a las instituciones que manejan en un lupanar. Lejos de las virtudes, pero hundidos en las inmundicias de los peores vicios. No les inmutan sus fracasos en la gestión administradora de la cosa pública. Solo el lucro les obsesiona, como bien ya los describía cien años atrás el maestro de la moral, doctor Juan León Mallorquín. Lucro que les permita la satisfacción de sus más bajos instintos. Son los que yo llamo los profetas del pasado. Vaticinan sobre hechos consumados. Consumados por ellos mismos y contaminados de mediocridad, corrupción e incompetencia.

Ahora, mágicamente, encontraron toda la solución que, en su momento, tendrían que haber aplicado para evitar el abismo de miseria, desocupación, abultada deuda, déficit fiscal, inseguridad y caja vacía que dejarán como legado al gobierno entrante. Desesperados con solo pensar que tendrán que trabajar para ganarse el pan, igual que toda su prole, o empezar a gastar sus pútridas fortunas, son los que se desgañitan desaforadamente tratando de llamar la atención de las futuras autoridades con una presunta intelectualidad que apenas posee una mano de engañoso barniz. Debajo solo encontrarán un profundo vacío de lenguaraz ignorancia.

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Esta es la época, repetimos, porque se acerca vertiginosamente el día que Santiago Peña deberá asumir el mando del Poder Ejecutivo. Los plazos se acortan y hay que echar mano a la caduca estrategia de invadir los medios de comunicación con ampulosas y doctorales declaraciones. Caduca, digo, porque esta estratagema ya a nadie engaña, por inservible y evidente. Y la invasión es facilitada por la generosa distribución de publicidad a programas periodísticos o aportes directos de sobremesa. O debajo de la mesa. Dibujan un horizonte caótico que solo puede ser prevenido si se considera su manual de instrucciones, como si la ciudadanía fuera lerda para ignorar que están dejando un país en ruinas, que precisará ser reconstruido, por efecto del arma letal de destrucción masiva: la corrupción. La idea es posicionarse mediáticamente para ubicarse en los escaparates del ofrecimiento rastrero y abyecto. La dignidad es para ellos una palabra en desuso, consecuentemente, recoger y deglutir el propio vómito es tarea sencilla, gustosa y repetida.

Son personas sin prestigio que no pueden sobrevivir fuera del calor del poder, “flotan en todas las situaciones, no desperdician oportunidades para patrocinar negociados a expensas del Tesoro Público” (Juan León Mallorquín). Con ínfulas y gustos de superioridad social –una adulterada etiqueta–, son conscientes, según las sabias expresiones del doctor Eligio Ayala, que “la única aristocracia paraguaya es la aristocracia de los altos funcionarios públicos”. Les asusta el ostracismo que sepultará sus apariencias intelectuales. Porque, siguiendo la línea de este ilustrado liberal, “cualquier mentecatillo gozará de todas las reputaciones, de la de economista, financista, jurisconsulto, poeta, estratega y geómetra desde que le caiga en suerte un puesto político”. Y agregaría de mi cosecha: Más que seguir en sus cargos, sería razonable que enfrenten a la Justicia por el inmisericorde saqueo de los recursos que deberían haber tenido como destino los grupos sociales que hoy padecen las angustias de no comer tres veces al día. Y, en ocasiones, durante un día entero, de acuerdo con los recientes informes del Instituto Nacional de Estadística (INE), en los que, además, se certifica el aumento de los índices de la pobreza extrema.

La sociedad en general aguarda gestos alentadores del nuevo presidente de la República. Fundamentalmente, la firmeza –hoy ausente– para desterrar la impunidad. Desnudar los actos de latrocinio del actual gobierno es un imperativo impostergable. Y una responsabilidad intransferible. Será la piedra de ángulo para la futura gobernabilidad, porque, insistiendo con Mallorquín, “no se concibe la democracia sin la justicia, porque no habiendo justicia no hay armonía. Y donde no hay armonía no hay unión, y en donde falta la unión no hay fuerza capaz que conduzca al triunfo”. Un triunfo que, en este caso, deberá materializarse en una sociedad que avanza hacia su meta de bienestar y justicia social, para que la vida digna sea un derecho de todos y no privilegio de pocos. Como ocurre ahora. Buen provecho.

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