EL PODER DE LA CONCIENCIA

Siguiendo las anécdotas vividas con el tren paraguayo, recuerdo una verídica que involucró a un fantasma y a un joven de 16 años, casi al final de la década de los años ochenta.

Era viernes y como él debía rendir una asignatura en el colegio, no pudo acompañar al grueso del grupo familiar que había rumbeado hacía dos días hacia la casa del abuelo, en Cara Cara’i (Caazapá). Pero como a esa edad los imposibles no existen, fue a rendir con su mochila lista y apenas acabado el examen se dirigió presuroso a la estación del ferrocarril, que puntualmente partía a las 18:00.

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Como hacía frío y para evitar cargar más bultos de los necesarios en las manos, se colocó el poncho; en la mochila llevaba su linterna, un reluciente cuchillo, un par de picadillos, galletitas y una gaseosa.

Serían las 3:00 cuando la locomotora anunció que iba a detenerse en la estación de Santa Luisa. Desde allí hasta la casa habría una distancia de unos 4,5 km, que tendría que caminar.

La fortuna lo acompañó ya que tras bajar del andén pidió permiso y se coló en una de las carretas que aguardaban la llegada de otros pasajeros y en menos de una hora recorrió “gratis” gran parte del trayecto y llegó al primer portón de la propiedad, donde estaban las vacas. Faltaban unos 800 metros hasta el segundo portón y 60 más hasta la casa.

El valiente aventurero pensó que era muy temprano para llegar a la vivienda, así que aprovechó el espectáculo y se extasió con las estrellas, las estrellas fugaces y los satélites que surcaban el cielo.

En eso estaba cuando sintió un movimiento en su pierna y toda su valentía desapareció. No les temía a los cuernos de los bovinos ni a las víboras, pero con furia odiaba a las arañas. Imaginar que alguna podría trepar por su pierna hizo que saltar y tomar la decisión de llegar hasta el segundo portón fueran una sola cosa.

Caminó de prisa, pero de pronto recordó a la media docena de perros hambrientos que hacían guardia y buscó una urgente solución. Llegó en silencio y trepó sobre el portón para evitar las posibles mordidas y desde allí comenzó a gritar con voz firme y alta al capataz Miguel.

–¡¡¡Migueeel!!!... ¡¡¡Migueeel!!!

Y cuanto más llamaba a Miguel, más enloquecían ladrando los perros, hasta aullaban, pero extrañamente ninguno se acercaba. Le pareció raro que nadie contestara con semejante bochinche, así que tomó su linterna y la encendió debajo de su mentón para que pudieran reconocer su rostro.

Desde la casa 20 pares de ojos miraban aterrorizados esa brillante cabeza que flotaba en el aire y que llamaba Miguel. Era la muerte que venía por el capataz, quien bañado en sudor se escondía temblando debajo de la cama.

–Mávapiko nde (¿Quién sos?), preguntó tímidamente tras largos minutos la esposa, Brígida, “enfrentando” al demoniaco ser que pretendía llevarse a su pobre marido y cuyo cuerpo no podían ver (porque vestía el poncho oscuro).

Finalmente, el joven dio su nombre, y aún con recelo, Brígida, sus hijos y los guardianes pudieron constatar que no era un enorme fantasma el que llamaba a Miguel, sino una persona parada sobre el portón de dos metros de alto.

Esta anécdota nos enseña que muchas veces confundimos las cosas o no las vemos como son. Ahora, terminadas las elecciones, el aplastante mensaje de la ciudadanía hacia las autoridades es que está harta de las peleas y de la miseria y que exige progreso.

Tal vez los parlamentarios deberían leer esta anécdota y trabajar juntos por el país y no nuevamente dividirse en “bancadas” y sectores. El mensaje del pueblo fue contundente, dejen de inventar fantasmas y trabajen por el bienestar de la gente.

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