• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Cuando se predica la virtud sin el respaldo del testimonio personal se cae en el descrédito. Igual que la crítica al interlocutor, oponente o enemigo que no puede sostenerse con la propia conducta. O la condena a los vicios de los cuales uno es asiduo cliente. La sociedad, hastiada de tanta hipocresía, ya solo responde con una sarcástica sonrisa o una interjección de asco o justificado desprecio. Pero, como la libertad es libre, como diría aquel colega de los años ‘80 del desaparecido diario Hoy (en su formato impreso), nadie puede restringir ni la prédica, ni la crítica ni la condena. Sus formulaciones, por tanto, no pueden ser censuradas, en el sentido de suprimirlas, aunque sí en su significado de reprobarlas. El presidente de la República, Mario Abdo Benítez, quien nunca encontró las habilidades requeridas para gobernar, ahora anda perdido en el laberinto de un exacerbado proselitismo, dejando el timón de mando al que se sujetaba por inercia, al arbitrio de caprichosas oleadas. Estamos, más que nunca, a la deriva, arrastrados por los acontecimientos, sin que la fuerza de los remos pueda redireccionar nuestro destino. No hay estratega ni conductor. Solo una legión de zombis que procuran prolongar el poder –y, quizás, la impunidad– desde una banca en la Cámara de Senadores o Diputados. Mientras, van fagocitando, con hambruna caníbal, cualquier recurso público que se les cruce en el camino.

La libertad de expresión, que es más amplia que la de prensa, es un soporte insustituible de la democracia. Su único contrapeso es la responsabilidad. Pero en política hasta de esa condición se prescinde. Casi siempre. El costo que más se paga usualmente es, también, político. Aunque no siempre. Por eso la boca es una canilla averiada e incontrolable. En los últimos meses el presidente Mario Abdo Benítez pretendió erigirse en la quintaesencia del coloradismo y censor de sus adversarios en sentido contrario. Reclama para sí una pureza que nunca fue suya. Demanda a los demás lo que él no está en condiciones de cumplir. Porque Marito no es colorado. Es estronista confeso. El estronismo fue un furúnculo, un quiste purulento, dentro del Partido Nacional Republicano. Una tragedia para el pueblo. Y Marito es miembro pleno de esa casta maldita que pisoteó todos los valores y principios enunciados en el Programa-Manifiesto del 11 de setiembre de 1887. Vomitó sobre la Declaración de Principios del 23 de febrero de 1947.

Las responsabilidades no se heredan. Una obviedad que, no obstante, es importante remarcarla. Es preferible la redundancia cuando contribuye a la claridad comprensiva. Cuando el 2 y 3 de febrero de 1989, la dictadura de Alfredo Stroessner fue derrocada a cañonazos, Mario Abdo Benítez Jr. tenía diecisiete años y tres meses. Edad suficiente para saber lo que ocurría en el país. La década de los ochenta fue tumultuosa. Con presos políticos y exiliados. Manifestantes garroteados y arbitrariamente detenidos. Medios de comunicación clausurados. Augusto Roa Bastos es expulsado del país. El movimiento “militantes-estronistas” (ya habían eliminado el nombre propio “colorados”) atropella, con ayuda de la Policía, la convención de la usurpada Asociación Nacional Republicana el 1 de agosto de 1987. Don Mario, el padre, integra el “Cuatrinomio de Oro” que dirige la Junta de Gobierno. El sector más abyecto y servil a la dictadura, que había adjurado de los más elementales principios del republicanismo, consigue una victoria por la vía del atraco institucional sobre el “tradicionalismo” que, al mismo tiempo, significó la decadencia terminal del régimen tiránico. Digamos a favor del actual mandatario que vivía encerrado y con los ojos vendados en su torre de diamantes sangrientos. Pero veinte años después, cuando ya pudo aprender de la historia escrita y de la memoria popular, prefirió reivindicar al régimen despótico y sanguinario que tantos sufrimientos, lágrimas y luto trajo al Paraguay.

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Ninguno de este gobierno puede realizar una lectura sistémica de los lineamientos ideológicos del Partido Colorado. Ninguno. Ni puede codificarlos para su praxis. Sus discursos descansan en retazos de frases famosas de los más renombrados intelectuales de la Asociación Nacional Republicana. Hasta ahí. Así como reivindicar “tradiciones, valores y principios” que nunca se pusieron a escudriñar y, mucho menos, describirlos en detalles ni interpretar sus inmutabilidades trascedentes a pesar de los contextos cambiantes. El coloradismo, para todos ellos, solo fue una puerta para el enriquecimiento ilícito y el posicionamiento económico. Pero nunca pudieron escalar socialmente. Viven prisioneros en su jaula de oro.

El presidente de la República, con la incontinencia que atropella el buen juicio, ha desnudado las debilidades de su propio precandidato presidencial, Arnoldo Wiens. Por eso apela a su último recurso: “El voto castigo contra el liberal Santiago Peña”. Santiago Peña era un afiliado del Partido Liberal Radical Auténtico, hasta que optó por inscribirse en los registros del Partido Nacional Republicano. Así como muchos otros en el pasado. Hoy cuenta con iguales derechos y obligaciones que los demás colorados. Y si llegara a ganar las elecciones generales del 30 de abril del 2023, tendrá la oportunidad de demostrar que en función de gobierno es, también, programática y doctrinariamente colorado. Marito ya no goza ni del beneficio de la duda. Prefirió seguir siendo ideológicamente estronista. Buen provecho.

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