Es lo profundo aquello que tiene el fondo a gran distancia del punto tomado como referencia. Para transitar de un indicador al otro hay que decidir avanzar. Y conforme se lo hace, se aprende. Hay un tiempo para cada paso. Incluso, en ocasiones, la quietud puede ser una aliada eficaz. Dada la complejidad del existir, debido a su enorme potencia de manifestaciones, el aprendizaje es permanente. En esa escuela, el acceso a lo esencial, también recorre un sendero entre lo superficial y lo que necesita ser penetrado, debido a que se halla muy adentro.

Para mirar las estrellas generalmente se levanta la cabeza. Quizá, para caminar, también sea necesario hacerlo. Hay noches y noches, aunque más allá de las tormentas, las estrellas están. Siempre. Iluminan y conectan el espacio entre esa visión y su presencia de luz. Mientras se vive, el fondo necesita atención y al igual que las estrellas, se encuentra presente.

Para llegar a lo profundo es necesario moverse, en ese tránsito pasa de todo. Para su acceso se requiere de un esfuerzo, de iniciativas, de ideas, de intenciones, como también de ingenio para animarse a vivirlas, a darle sentido a lo que se observa, a lo que se siente en ese paso dado.

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En lo profundo se descubre lo que no se ha visto en la superficie. Hay en esa profundidad un límite que solo uno puede conocer e incluso, en ese estado, es probable conocer la plena libertad. Mandela la conoció estando en una celda. Frankl, en un campo de concentración. Después, ellos la pregonaron por el mundo, aceptando que los tiempos cambian, y ella se transforma, y al hacerlo, es capaz de tener múltiples perfumes.

En el fondo hay vida, y la multiplicidad de ángulos para ver yace en la posibilidad de decidir girar ante la inmensidad que existe. La estética del fondo está decorada por los ojos que la ven, esos que lucen por las experiencias recorridas en el trayecto, los que han aprendido a convivir con el brillo de las lágrimas, como con el fervor expresivo ante las sonrisas, es en ese interior en donde habita el espacio de los sentidos.

Hay en lo profundo una lección constante sobre lo que es, allí se consolida ese ser. Su cobijamiento reside en el encuentro con uno mismo, con esa natural soledad que enriquece la intimidad y que fortalece las raíces, que custodian el amor propio, y que permite el florecer de los vínculos que acompañan, que nutren respetando la identidad y su andar auténtico. Entonces, los principios se erigen como estandartes que indican lo valioso de lo invisible, de eso que es poderoso sin ser reconocido desde afuera, desde aquella superficie que aleja de lo que realmente es importante para vivir.

Develar lo que hay, lo que se posee como tesoro, es un acto sublime. Es la luz del soy. Es el ser el preciado jardín. Inmenso, sensible, eterno. Su inmensidad supera los océanos, su grandeza vibra en el afecto, en el respeto, en la comprensión, en el desapego hacia las ataduras, esas que impiden ser tal cual uno es. Su sensibilidad distingue su humanidad, lo hace susceptible, débil, y al mismo tiempo, fuerte y compasivo. Es la eternidad de la que alguna vez Platón habló, esa que llamó alma racional y a la que le dio un destino sin tiempo.

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