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Al centro de los desacuerdos se encuentra la política industrial de China.

Tras semanas de amenazas sobre la posible imposición de aranceles a un número todavía mayor de productos chinos de importación, el presidente Donald Trump parece haber adoptado una postura más conciliadora. El 10 de abril, como reacción a un discurso del presidente chino, Xi Jinping, tuiteó la siguiente predicción: "¡Avanzaremos muchísimo juntos!".

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Muchos otros, además de Trump, comparten esa esperanza. Si China le ofrece un trato que esté dispuesto a firmar, quizá todavía sea posible evitar una guerra comercial. También puede ser que prevalezca el sentido común, como sucedió el mes pasado, cuando se otorgó a aliados estadounidenses como Canadá y México una exención de los aranceles sobre el acero y el aluminio. Sin embargo, este optimismo más bien raya en la ingenuidad. Los integrantes del gobierno estadounidense que prefieren un enfoque de mano dura hacia China desde hace tiempo se han quejado por aspectos de las relaciones con ese país que raras veces se mencionan en los tuits de Trump. Esos problemas se remontan a antes de su presidencia y resolverlos no parece nada sencillo.

El sistema de comercio internacional basado en normas opera mucho mejor con respecto a problemas bien definidos y en situaciones en que es fácil evaluar el éxito o el fracaso de un recurso. Los aranceles y la legislación que discrimina a las empresas extranjeras son ejemplos clásicos. Algunos de los problemas del gobierno de Trump con China, publicados en un informe de 182 páginas el 22 de marzo, se encuentran en esta categoría. (El informe fue el resultado de una investigación sobre las prácticas comerciales chinas de conformidad con la Sección 301 de la Ley Comercial de 1974, que otorga el derecho de amenazar con la imposición de aranceles si se descubren prácticas injustas).

Por ejemplo, el informe indica que la legislación china discrimina a las empresas estadounidenses porque afecta su libertad de contratación de varias formas. Las empresas chinas pueden negociar las disposiciones de sus contratos de licencia de tecnología, mientras que los licenciatarios extranjeros deben asumir por completo el riesgo de que terceros promuevan acciones en su contra por contravenciones a las normas de propiedad intelectual. Los convenios de coinversión deben otorgar al socio chino el derecho de utilizar la tecnología del socio extranjero incluso después de que se dé por terminado el contrato. Estas quejas se pondrán a consideración de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y se evaluarán con respecto a los compromisos asumidos por China cuando se incorporó en el 2001.

Pero resolver los demás problemas de EEUU será más difícil, ya sea gracias a la intervención de la OMC o mediante un convenio bilateral. Algunos no se refieren a la legislación escrita de China, sino a sus normas tácitas y procedimientos informales. Desde su adhesión a la OMC (y en otras 8 ocasiones desde el 2010), el gobierno chino convino en no imponer la entrega de tecnología como condición para dar acceso al mercado. No obstante, los estadounidenses afirman que los funcionarios chinos siguen presionando a las empresas para hacerlo.

Es difícil demostrar esta afirmación, en especial dado que los procesos regulatorios de China son turbios. Además, por experiencias pasadas puede suponerse que sería tremendamente difícil hacer valer cualquier acuerdo. Las autoridades chinas pueden decir que los contratos que involucran la transferencia de tecnología se suscribieron de manera voluntaria y pueden hacerle la vida imposible a cualquier empresa extranjera que se atreva a contradecirlas. Robert Atkinson, del grupo estadounidense de expertos Fundación para la Tecnología de la Información y la Innovación, acusa a los chinos de fingir estar contra las cuerdas y dejar que el gobierno estadounidense se agote en quejas que al final resultarán fútiles. Su opinión es que debería olvidar las reglas y optar por concentrarse en los resultados, acordando, por ejemplo, que las empresas estadounidenses le comuniquen de manera informal las infracciones de los chinos. El problema es que los chinos se opondrían apasionadamente a un acuerdo flexible y confuso de este tipo.

La mitad del informe basado en la Sección 301 se refiere a las inversiones chinas en EEUU. Los estadounidenses tienen reservas con respecto a la adquisición de algunas empresas estadounidenses por parte de empresas chinas, por ejemplo, la adquisición de la empresa de impresoras Lexmark en el 2016, y la de Mattson Technology, que produce equipo para fabricar semiconductores, en el 2015. En ambos casos, el precio de compra fue mucho más alto que el valor de mercado. Aunque los chinos argumentan que se trató de operaciones justas celebradas en el mercado libre, los estadounidenses sospechan de que el gobierno chino las dirigió y apoyó con el propósito de dominar sectores estratégicos. Cualquier acuerdo recíproco para frenar estas compras tendría que describir un papel legítimo para el Estado. Sin embargo, el modelo chino de capitalismo bajo la dirección del Estado dificulta distinguir entre cuestiones públicas y privadas.

Al centro del desacuerdo se encuentra la política industrial de China. Los estadounidenses sospechan de que el gobierno chino atrae a sus empresas con la promesa de un amplio mercado de consumo, y entonces aplica presión regulatoria para despojarlas de su poder de negociación y exponerlas al robo de propiedad intelectual al obligarlas a establecer coinversiones. Perciben un complot para vender más barato que la industria estadounidense y llegar a superarla.

El informe basado en la Sección 301 relata el caso de SolarWorld, un fabricante de paneles solares que afirma haber sido víctima del robo de sus secretos comerciales. Como consecuencia de ese robo, algunos competidores chinos que ofrecían precios bajos inundaron el mercado y le costaron más de 120 millones de dólares en ventas y utilidades. A los estadounidenses les preocupa que, a menos que el gobierno chino cambie sus estrategias, otras industrias estadounidenses pronto salgan perdiendo también frente a China.

No obstante, la misma situación que los estadounidenses consideran injusta, para los chinos es el camino hacia el desarrollo. Desde su perspectiva, atraer a las empresas estadounidenses es un gran éxito. Un estudio que analizó las coinversiones celebradas en China entre 1998 y el 2007 descubrió que estas impulsaron tanto al socio chino como a la industria en la que estaba activo. Las coinversiones con empresas estadounidenses resultaron más fructíferas que las establecidas con empresas de Hong Kong o Japón.

Durante el discurso que pronunció esta semana, Xi repitió antiguas promesas sobre el recorte de aranceles y el relajamiento de las restricciones a la inversión en algunos sectores. La visión estadounidense requiere un cambio más contundente. Según el servicio de noticias Bloomberg, se suspendieron algunas conversaciones bilaterales secretas después de que los estadounidenses exigieron la eliminación de los subsidios que otorga el gobierno chino a las industrias de alta tecnología. Es difícil imaginar un acuerdo que logre reconciliar estas diferencias fundamentales. Así que, al parecer, la única opción que queda es entre un acuerdo frágil y de poco alcance, o un conflicto.

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