Por: Javier Barbero

Hoy en día asistimos a un ensalzamiento quasi colectivo de la felicidad como fin supremo de la vida. Como un destino obligado. Como un propósito.
Todo a nuestro alrededor pregona este mandato social. Hay productos para ser felices, gurúes que venden felicidad en conferencias, libros a granel y marketing emocional conectándonos con el derecho y la necesidad de ser felices.
Detrás de esta compulsión, si miramos a nuestro ser humano, podemos ver el hecho sencillo de que la biología también nos dotó de otras emociones. Tenemos la capacidad fisicoquímica de crear enojo, tristeza y muchas otras emociones que tienen "mala fama" porque no nos llevan de viaje a un paraíso idílico. Porque han sido juzgadas como un "mal vivir". Porque nos convierten en inadecuados, patéticos y mala onda. Porque dejamos de brillar si las mostramos.
Las emociones con mala fama sin embargo, más allá de los juicios humanos y de la modas, son legítimamente nuestras y humanas. Son tan naturales como la felicidad. Y tan necesarias como ella para acceder a la diversidad y riqueza de la vida.
Cuando todo el tiempo tenemos la pretensión de ser felices, nos convertimos en una caricatura. Porque lo real es que nada es permanente y mucho menos una emoción. Todo está en movimiento y los estados emocionales fluctúan como capacidad de respuesta ante los retos de vivir y de estar relacionados.
La felicidad jamás tendrá la profundidad de la tristeza. Es en la tristeza donde nos vamos hacia adentro para acomodarnos, cotejarnos y procesar lo que nos ha quebrado. La felicidad no es el mejor recurso para poner límites ante un acto de violencia o abuso. Solo el enojo y la rabia tienen la contundencia como para frenar a quien traspasa alguno de nuestros límites.
Por eso, las emociones no son ni buenas ni malas. Son recursos que la biología puso a nuestra disposición para sobrevivir.
Cuanto más reconozca en mí mismo los recursos emocionales, más rica se volverá mi capacidad de respuesta. Las máscaras felices del exitismo neurótico actual a veces esconden rostros asustados. Debajo de las máscaras siempre hay desamparo.

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