DESDE LA FE

  • POR MARIANO MERCADO

Para cerrar la serie de colum­nas por el mes de la juventud, nos toca hablar de juventud y santidad. El Espíritu Santo derrama su poder santificador por todas partes, porque “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisla­damente, sin conexión alguna de unos con otros, sino consti­tuyendo un pueblo, que le con­fesara en verdad y le sirviera santamente”, nos dice el santo padre Francisco en su exhor­tación apostólica Alégrense y regocíjense.

¿En qué pensamos cuando hablamos de “santidad”? Qui­zás nos abruma, o nos parece lejana o inalcanzable la sola idea de “santidad”. Creemos que la santidad está reservada para los religiosos, o para personas espe­ciales, dedicadas a la oración y contemplación, o con vidas per­fectas, pero no es así. Desde el bautismo, todos los cristianos estamos llamados a la santidad, a liberarnos de nuestros peca­dos y a obtener méritos para poder llegar a la vida eterna.

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Dios nos concedió la libertad de acción y el libre albedrío para elegir y decidir con responsa­bilidad nuestras decisiones y forma de actuar en el mundo. Cada uno en su propio camino. A lo largo de nuestra vida enfrentamos pruebas y desa­fíos, que en realidad son invi­taciones a nuevas conversiones. La forma en que las encaremos determinará en lo que nos con­vertiremos.

La historia está influenciada por millones de almas de las cuales nadie habla, aunque son testi­monios vivos de santidad. Cada uno de nosotros, niños, jóvenes, adultos, desde nuestro lugar y rol que nos toca desempeñar en la comunidad, estamos com­prometidos a vivir y promover la santidad. En nuestro testimo­nio de vida, tenemos la oportu­nidad de convertir los pequeños gestos, acciones sencillas y ordi­narias en algo extraordinario.

En este espacio queremos ren­dir homenaje a una mujer senci­lla, que con la fuerza de su juven­tud, pidió al Señor amor para amar. Sí, estamos hablando de Chiquitunga, quien con un corazón rebosante de la luz divina, iluminaba la vida coti­diana de quienes la rodeaban. Dispuesta a dar todo por los demás. La demostración de fe de miles de católicos en la recep­ción de sus reliquias habla de la gran devoción a esta gran beata, que pronto esperamos sea cano­nizada.

Dios clama en todo momento por manifestarse, por revelar su gracia en nuestras acciones, solo depende de cada uno, abrirnos y entregarnos a esa gracia, y darle la oportunidad de obrar a través nuestro. Eso hizo Chiquitunga, abrió las puertas de su corazón a la gracia de Dios. Ella es fiel tes­timonio que la santidad está en las pequeñas obras, hechas con profundo amor.

El Concilio Vaticano II lo enfa­tizó con firmeza “Todos los fie­les, cristianos, de cualquier con­dición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella san­tidad con la que es perfecto el mismo Padre” / - “Sed Santos, porque yo soy santo” (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16).

La santidad, en definitiva, se trata de unirse al Señor en su muerte y resurrección de una manera íntima y parti­cular. Desde nuestra juven­tud, estamos invitados a vivir con intensidad, dando lo mejor de nosotros en todo, con convicción, con amor, alegría y en comunión con los demás, haciendo de cada día algo único, algo excepcio­nal. No dudemos en respon­der a la llamada de Dios para vivir en santidad, no importa dónde estemos ni cuál es nues­tra condición social. Vivir la santidad es estar dispuesto a servir con humildad, luchar contra las injusticias, buscar el bien común y la salvación de las almas. Ser santos es una misión de todo bautizado.

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