• Por David Velázquez Seiferheld
  • Historiador
  • Investigador de la Universidad Nacional de Pilar

Difícilmente pueda hoy discutirse el vínculo que existe entre la economía y la educación for­mal. Los análisis que relacio­nan crecimiento económico, el desarrollo y los sistemas edu­cativos, sin embargo, son de data relativamente reciente.

Tan recientes que en el Para­guay, en el congreso funda­cional de la Federación de la Producción, la Industria y el Comercio (Feprinco) en 1953, ninguna referencia se hizo a si el sistema educativo preparaba o no para el mundo del trabajo, o si contribuía o no al desarro­llo económico. Tampoco en el primer censo industrial para­guayo, realizado en 1958, fue relevada información alguna sobre el nivel educativo de los trabajadores de las industrias del país ni de sus propietarios.

Habrá que esperar hasta 1960, cuando Theodore W. Schultz pronuncie su confe­rencia sobre “Inversión en Capital Humano”, para que comience a analizarse en el mundo el papel de la educación en la economía, con una pers­pectiva de la educación como inversión y no como consumo o gasto. Schultz recibió el Pre­mio Nobel de Economía luego, en 1979.

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El gobierno de los López intentó mejorar la educación y la alfabetización para desarrollar un proyecto de industrialización del país.

En el caso paraguayo, desde la época colonial hasta los años de posguerra de la Tri­ple Alianza, en las relaciones entre educación y economía, podemos quizás distinguir dos momentos: en general, en el período colonial la educación de primeras letras tenía por finalidad formar a la población en el vasallaje; mientras que los siguientes niveles (colegios y universidades) apuntaban a la formación de la burocra­cia imperial y/o a la provin­cial. La formación en oficios no requería de la escuela ni de la alfabetización porque estos se aprendían mediante imi­tación y práctica en talleres a cargo de maestros y, casi siem­pre, como continuidad de una ocupación familiar (o varias) que se remontaba a generacio­nes anteriores.

La sociedad era rígida, esta­mental, de cargos y funciones hereditarias en el caso de los estamentos superiores, y con escasa movilidad social para los estamentos restantes. En ambos casos, la educación for­mal no estaba vinculada con el destino laboral y económico.

Bajo la presidencia de Carlos Antonio López (1844-1862) y la aparición de los elementos de modernidad, en el marco del autoritarismo del viejo patriarca, aparecen elemen­tos distintivos respecto del pasado.

En primer lugar, aparece una política de expansión de la edu­cación de primeras letras. El Estado habilitó más escuelas en el medio rural: construyó nuevas, aunque muy precarias; reasignó capellanías para que fueran escuelas; rentó casas particulares. El impacto posi­tivo en la cobertura escolar de estas medidas se notó casi inmediatamente.

Documento del Archivo Nacional de Asunción. El jefe político de San Ignacio informa al Gobierno sobre las medidas que adopta en materia de escuelas, a partir de las órdenes recibidas de aquel. 27 de setiembre de 1842.

Además de las escuelas de pri­meras letras, el Estado estable­ció escuelas de oficios anexas a estas destinadas a huérfa­nos y jóvenes en situación de extrema pobreza para for­marse en oficios con los cua­les pudieran sostenerse.

La introducción de las máqui­nas modernas y la venida de técnicos europeos de muy alta formación exigieron también alfabetización creciente para el uso de prospectos, instructi­vos, manuales, etc., de manera que la enseñanza se amplió hacia ambientes no escolares como los talleres.

Hacia 1860 fue introducido en la educación formal el cate­cismo agrícola para las escue­las de primeras letras de cam­paña. Una señal de que existía interés en relacionar la lec­tura y la alfabetización con los incrementos de la productivi­dad agropecuaria.

Los colegios –el Paraguay no tuvo universidad sino hasta 1889– y las aulas (de latini­dad, de derecho, de matemá­ticas, etc.) seguían cumpliendo la función de formar a la buro­cracia y al clero, proveniente en su mayor parte de la nueva élite republicana.

El perfil de los becarios envia­dos por los gobiernos de los López en 1854, 1858 y 1863 indica también las preocupa­ciones claves de su proyecto de modernización autoritaria: por una parte, se precisaba de conocimientos –no liberales, por cierto– de derecho y huma­nidades para el diseño de un Estado más complejo; por otra, eran necesarios los avances de la ingeniería industrial para el desarrollo industrial. Igual­mente, como parte de la polí­tica de fortalecimiento militar, fueron becados integrantes del ejército.

Por diversas razones, la pene­tración de las medidas era bas­tante lenta. Desde la ausencia de una estructura institu­cional educativa (no existía ministerio ni departamento educativo, ni siquiera super­intendencia de escuelas), las levas militares, epidemias trágicas (como la de viruela de 1844 o la de disentería de 1846), el desempeño de los docentes (motivo de frecuente queja del presidente López), la pobreza de la población rural (que obligaba al Gobierno a proporcionar ropas y otros medios de subsistencia a gran cantidad de alumnos de escuelas), la economía basada en el extractivismo, la agricul­tura y la ganadería y la prio­ridad del gasto militar sobre el educativo incidían perma­nentemente en el impacto que hubieran podido tener estas decisiones educativas en la economía.

En cuanto a la microecono­mía, ella estaba a cargo en gran medida de las mujeres “de pue­blo”. Estas no formaban parte de los proyectos educativos, lo que no impidió que fueran las más activas protagonistas del comercio y el trueque en escala doméstica, así como las pro­veedoras y vendedoras mayo­ritarias en los mercados de Asunción y las ciudades prin­cipales del país.

La Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) impidió que el rumbo imaginado por los López pudiera materiali­zarse: casi toda la población educada, así como los practi­cantes de oficios e incluso los maestros de escuela, pereció en la hecatombe y, con ella, el proyecto sociopolítico y eco­nómico lopista.

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