El Paraguay tiene pueblos originarios que sintieron sobre sí el paso de la historia de irrupción y fusión con la cultura europea, siendo, como sucedió en diferentes experiencias, el relegamiento y la exclusión los síntomas dominantes.
Sin embargo, la persistencia de estas comunidades es de una enorme riqueza para el presente y el futuro del Paraguay, no solo por su aporte social y cultural sino porque es una prueba a la capacidad de tolerancia multiétnica, lo cual debería ser un síntoma de madurez de una sociedad. Las discusiones y debates sobre las fórmulas como se deben dar los procesos integradores y –más que nada– el sistema de asistencia a estas comunidades van a diferir en enfoques y abordajes, unos plantearán modelos más intervencionistas y otros plantearán un mayor respeto por la autodeterminación, todo ello puede ser solo un matiz si existe un verdadero y nítido esfuerzo de inversión social en estas comunidades. Lograr que cada una de estas personas tenga los mismos derechos de acceder a los beneficios de las políticas públicas y a las mismas oportunidades de prosperar, educarse, ser atendidos en su salud, que el resto de los connacionales.
Mientras ello no suceda, vanos serán los discursos indigenistas, ya sea como autoridad o desde la ciudadanía, que muchas veces se ufana de su “raza guaraní”. La misma que para sobrevivir, hoy, pide monedas en los semáforos de las ciudades. Es imperiosa la necesidad de un proyecto serio que tenga como línea de base la asistencia para cubrir las necesidades contingenciales del día a día azaroso por el que atraviesan las comunidades indígenas; pero, al mismo tiempo, se espera que alguna vez se diseñe un plan a mediano y largo plazo que estructure el futuro de estas personas, que defina para ellas un paisaje de certeza, que diseñe modos de acceder a políticas públicas y que más allá del debate sobre su sobrevivencia, existan líneas claras sobre su porvenir.
Los últimos hechos suscitados en el Norte con el secuestro del ex vicepresidente Óscar Denis es una muestra clara de la situación de fragilidad en la que se encuentran en contextos geográficos donde operan al mismo tiempo grupos criminales armados y operadores del narcotráfico. Hay suficientes evidencias sobre que el marco de pobreza en el que se desarrolla la vida de estos pueblos indígenas sería aprovechado para el reclutamiento y la utilización de los mismos como “mano de obra criminal”, lo cual no solo es denigrante sino –por sobre todo– es un llamado a las autoridades a que destinen recursos para evitar que esta muy probable práctica siga sumando adeptos.
La presencia de estas organizaciones (como el EPP y las bandas de cultivadores de marihuana) no solo peligran utilizar a personas en situación de pobreza extrema para sus fines criminales, sino también la adulteración de sus modos sociales ancestrales regidos por conductas de convivencia que le han permitido al mundo indígena relacionarse respetuosamente con el entorno social y natural en toda su historia, siendo esto último una manifiesta preocupación de autoridades de estas etnias en estos tiempos en que han tenido mayor acceso a los medios de comunicación tras el ingrato episodio del secuestro. Hay un camino importante por recorrer en materia indigenista desde la responsabilidad del Estado en el Paraguay. Ojalá un día podamos conciliar el discurso demagogo del amor por nuestras raíces originarias con la realidad concreta de acciones que promuevan su preservación.