Un reconocido intelectual solía explicar que el poder se legaliza en las elecciones y se legitima en el consenso. Otros, sin embargo, en la teoría y en la realidad, hicieron de la política el territorio de la confrontación sin concesiones. El diálogo es deshabitado por la fuerza de la destrucción recíproca. Y los grupos opuestos se convierten en enemigos irreconciliables. No pocas veces dirimieron sus divergencias por la vía del enfrentamiento armado. En ese espacio era imposible la formulación en común de cualquier proyecto. Esa es una práctica reiterada en casi todos los períodos de nuestra historia.
En medio de ese paisaje desalentador, pequeños gestos refuerzan nuestro optimismo de que los intereses particulares pueden hacer un paréntesis para privilegiar el bienestar colectivo. Es decir, que los unos y los otros puedan acordar sobre puntos mínimos para apuntalar el desarrollo socio-económico y cultural de un país o de una región.
La ciudad de Pilar, capital del departamento de Ñeembucú, acaba de vivir un momento trascendental. No solamente por la firma del contrato para la construcción de la franja costera, que será vital para esa comunidad por los castigos reiterados de la naturaleza, sino por un hecho político de relevancia: que las diferencias políticas pueden sublimarse ante una obra que siempre fue el sueño de todos, sin excepciones. Probablemente, en algunas semanas, ante la proximidad de las elecciones internas municipales, todo volverá por los cauces acostumbrados de nuestra política: las disputas verbales, los agravios, las descalificaciones; se ensalzarán las virtudes, reales o supuestas, de unos, y se fustigarán los vicios, reales o supuestos, de los otros. Pero cuando estuvo de por medio un proyecto de paternidad popular, cuya planificación se inició con el gobierno anterior, los líderes locales supieron levantar la bandera de la tregua y alinearse en una causa común.
Otro gesto a destacar, que no debería ser una simple excepción, es que las políticas de Estado serán posibles en la medida en que proyectos de gobiernos anteriores continúen el trayecto hacia su materialización. Que no sean desechados porque otros los pensaron antes. Y como afirmamos en ocasiones anteriores, son las obras de infraestructura las que nos permitirán salir con mayor fuerza y rapidez de esta difícil situación económica en la que nos encontramos.
Volviendo al caso particular de Pilar, los mayores conocen y reconocen lo que esta obra de protección costera significa para la ciudad. Aquellos sobrevivientes de la gran inundación de 1983 celebran este emprendimiento como una gran conquista del pueblo. Así como lo fue en su momento el asfaltado de la Ruta 4, que representó el final de un viacrucis que parecía interminable.
Los sobrevivientes de 1983, repetimos, son los que más valoran esta obra. Fueron parte de aquel batallón que cubría por turno las veinticuatro horas de vigilancia ante cualquier filtración del muro de bolsas de arena que a pulso iban levantando. Y aunque a la hora indicada llegaban los reemplazantes del turno anterior, nadie quería moverse del lugar. Como pocas veces en nuestra historia el país vivió de cerca, con los pilarenses, esas memorables y dramáticas jornadas cívicas. Hasta que la voluntad del hombre sucumbió ante el empuje arrollador de la naturaleza. Y ahí las lágrimas de miles de compatriotas del Sur se mezclaron con las aguas que iban salpicando sus rostros.
Este breve relato sirva para ilustrar a los lectores lo que para esa ciudad significa esta franja costera. Y del porqué todos estuvieron en esa ceremonia. Desde el presidente de la República, el titular de la Junta de Gobierno y representantes de los movimientos internos del Partido Colorado, hasta el líder local del Partido Liberal Radical Auténtico. En esa fiesta nadie faltó. Y todos hablaron. Así debería ser siempre.