El costo del paro laboral quizá ascienda hasta 13.500 millones de dólares.

En horas pico, atravesar San Pablo en automóvil puede llevar dos horas. Sin embargo, esta semana los taxis parecían volar en unos cuantos minutos de un distrito a otro por calles tenebrosamente vacías (claro, solo aquellos que aún tenían combustible). El 21 de mayo, cientos de miles de camioneros brasileños iniciaron una huelga que suspendió las entregas de alimentos y gas, además de dejar atascados varios vuelos en tierra. Esa decisión bien puede haberle costado al país hasta 50.000 millones de reales (13.500 millones de dólares), equivalentes al 0,8 por ciento de su producto interno bruto. Algunos productores de aves de corral calculan que 64 millones de aves murieron de inanición debido a la huelga, y el mercado de valores cayó un 6,2 por ciento. Un centro de distribución de productos agrícolas que por lo regular registra entre 1.500 y 2.000 envíos al día informó que solo realizó 115. Un proveedor de verduras contrató taxis para hacer entregas de lechuga; el precio de la cebolla se quintuplicó.

Esta huelga no se organizó con la intervención de un sindicato, sino que algunos conductores que trabajan por cuenta propia acordaron realizarla a través de Whatsapp. Los ingresos de los choferes ya eran de por sí mínimos y sus impuestos, engorrosos, por lo que subsistían con finanzas precarias. Ahora que los precios del combustible alcanzaron niveles de casi el doble con respecto al 2016, se encuentran al borde de la ruina. Si bien ese aumento se debió en parte a la depreciación de la moneda, otro factor importante fue que el gobierno decidió el año pasado eliminar las subvenciones que Petrobras, la petrolera estatal, aplicaba a las ventas de combustible dentro del país.

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Los inversionistas aclamaron la reforma, una de las medidas más significativas adoptadas por el presidente Michel Temer para ceñir al sector público brasileño. No obstante, se retractó en cuanto los conductores comenzaron a levantar barricadas en las carreteras y a quemar neumáticos en señal de protesta. Al noveno día de la huelga, convino en bajar los precios del combustible 0,46 reales por litro, congelarlos durante 60 días y eliminar de manera permanente varios impuestos que deben pagar los camiones, acciones que le costarán al gobierno 9.500 millones de reales.

Este cambio radical de postura del presidente constituye una concesión ante la realidad política que vive su nación. A pesar del cierre de las gasolineras y los supermercados vacíos, el 87 por ciento de los brasileños encuestados afirmaron que apoyaban a los choferes. Otra encuesta reveló que el 95 por ciento desaprueba la manera en que Temer ha manejado la huelga. Estas mayorías reflejan un descontento generalizado con Temer, y con el gobierno en su conjunto.

Temer asumió el cargo en el 2016, después de la destitución de su predecesora, Dilma Rousseff, por violar las leyes presupuestarias de Brasil. Tras 14 años de gobierno del derrochador Partido de los Trabajadores, Temer implementó políticas fiscales, monetarias y laborales conservadoras, redujo la inflación y promovió la reforma del insolvente sistema de pensiones. La economía se ha comportado bastante bien a su cargo: luego de la peor recesión en la historia de Brasil, el Fondo Monetario Internacional prevé un crecimiento del 2,3 por ciento para este año (aunque lo más probable es que este cálculo se ajuste debido a la huelga).

Sin embargo, se le da poco crédito al presidente. El desempleo sigue siendo muy alto. Además, la investigación de la Operación Lava Jato, que puso al descubierto una red gigante de sobornos pagados por Petrobras y la constructora Odebrecht, también ha dañado políticamente a Temer. El año pasado, algunos procuradores lo acusaron de aceptar sobornos, aunque él niega haber incurrido en esas conductas y el Congreso votó a favor de desechar los cargos.

El asombroso apoyo del público a los huelguistas que causaron estragos en la economía muestra cuán grande es la sombra que proyectan los escándalos endémicos de Brasil. El trapicheo descarado representa solo una pequeña fracción de la ineficiencia en el gasto público, la causa de raíz de los altos impuestos y deficientes servicios públicos que sufre el país. La mayor parte se debe, más bien, a que las pensiones, los subsidios corporativos y los sueldos de los servidores públicos son demasiado altos. Pero según comenta Chris Garman, de la consultora Eurasia Group, como a diario hay noticias frescas sobre sobornos, los “brasileños están empezando a asociar la corrupción con la incapacidad del gobierno de proporcionar servicios públicos”. El riesgo es que, cuando resulta tan fácil señalar a los políticos corruptos como chivos expiatorios, se vuelve más difícil convencer a los electores de la necesidad de reformar un sistema que permite a intereses particulares mucho más grandes llevarse con regularidad a la bolsa el dinero de los contribuyentes a través de mecanismos perfectamente legales.

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