Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Algunos manuales prácticos consideran la política como el acceso y permanencia en el poder. Y nada más. Toman así distancia de sus definiciones clásicas, su enfoque filosófico y hasta de la expresión romantizada de que su esencia ética es la búsqueda del bien común. Otros han ensayado un nexo conciliador entre ambas conceptualizaciones exponiendo que previamente se debe alcanzar el poder para materializar el bien común. Esta añadidura aclaratoria es forzada si analizamos el objeto priorizado en la primera explicación.

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La política es una actividad permanente, dice Savater. No es solamente para los ratos de ocio. Ni es un campo de experimento, por si salga satisfactoriamente bien, donde el aspirante a político es acicateado por un entorno que actúa de disparador para exteriorizar reprimidas ambiciones. Son los que abandonan el campo de escaramuzas en el primer fracaso. La historia los registra para confirmar los casos. Y la tropa, huérfana y desorientada, rompe filas.

Del otro lado están los “políticos profesionales” y los iniciados con cursos acelerados que, en menos de dos elecciones, aprendieron a fijar su objetivo en el Palacio de López para luego descabalgar, a mitad de la campaña, con promesas de cargos de alto rango. Se recurre al argumento, ya desteñido de tanto uso, de que una buena negociación es mejor que una mala elección.

Dentro de esta tradición de dejar reposar las aspiraciones presidenciales para aceptar, por ahora, un cargo de ministro, permanece la firme creencia de que desde alguna secretaría de Estado se puede aterrizar en el sillón de Mburuvicha. Y puede suceder. Ya ocurrió una vez. Solo que en ese entonces la gestión administrativa apenas fue un agregado de la acción política y la vida partidaria. Además, hoy el escenario es más complicado porque los estados de ánimo se transmutan a la velocidad de las fibras ópticas. Como extranjero que soy de la era digital –pero no por eso reniego de ella– aún me cuesta asimilar que las redes posibilitarán ganar una elección presidencial (hablamos de hoy, no del futuro). De lo que estoy absolutamente seguro es que puede frustrar candidaturas. Ayudará, creo, a filtrar mejor la composición parlamentaria.

Esta pandemia paralizó todas nuestras actividades cotidianas, pero no detuvo la corrupción ni la sorda disputa interna en el oficialismo. Dos ministros ya estaban estribando en la línea de cal desde el primer día de gobierno. Un tercero maniobró para dejar su conflictivo cargo y se instaló pegado a los oídos del Presidente.

La palabra crisis, nos enseñaron los japoneses, está compuesta por los caracteres de peligro y oportunidad. Y nadie mejor que ellos para darnos una lección con el ejemplo, ya que después de dos bombas devastadoras son actualmente uno de los países puntales de la innovación tecnológica. Este virus villano que nos acogota convirtió en imprevisto héroe al titular de Salud Pública. Y el Presidente intentó sacar provecho de la coyuntura. Creyó encontrar un escudo a su pésima gestión (la del mandatario) y lo quiso convertir (al ministro) en el dios aplacador de las críticas generalizadas. En la cumbre de su euforia el señor Abdo Benítez le atribuyó el 98% de la aprobación ciudadana, superando así por un punto al mismísimo dictador Alfredo Stroessner, quien en 1988 se autoadjudicó el 97% de los votos del electorado.

El que fue un buen capitán de tempestades en las primeras semanas de la pandemia estrelló su bergantín contra los arrecifes de la corrupción, aunque, hasta el momento, solo los marineros están sindicados como responsables. Nadie, sin embargo, fue obligado a caminar sobre el tablón de los condenados. Así se esfumó la corta carrera del cuarto candidato dentro de la estructura gubernamental. Este análisis se reduce exclusivamente a ese ambiente. Al del caballo del comisario.

Esa misma noche –me confirma mi fuente anónima– el Presidente se arrepintió de su efusiva afirmación y ratificó su apoyo a su ministro-candidato inicial. En la vida todo es efímero. Así como sabiamente lo expresó en jopara aquel caudillo republicano campesino para justificar su radical giro de posición: “Es cambiante la política”. Nunca mejor definida desde los ojos de la realidad.

Mi fuente sondea el terreno para ir soltando más datos. Por de pronto se mantiene cauto. No da, pero insinúa nombres. Ni siquiera acepta un seudónimo. En todo caso, él mismo elegirá uno. Menos el que le dieron al informante del escándalo del Watergate. Mientras, me asegura, no hay caballos, sino caballo del comisario. Me advierte gentilmente que en este período democrático nunca fue ungido un candidato apuntalado desde el poder, salvo aquel que resultó victorioso con el pecado original de haber adulterado la voluntad popular en las internas de su partido.

Los que no sean escogidos, si son de raza, seguirán en carrera. Los demás, como siempre, terminarán desensillando.

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