• POR EL HNO. MARIOSVALDO FLORENTINO
  • capuchino.

Generalmente todos nosotros sabemos cuáles son los man­damientos. Sabemos que el más importante es amar a Dios y amar al prójimo. Pero muchas veces, también noso­tros, al igual que el Maestro de la Ley del Evangelio, que­remos justificarnos diciendo que no sabemos exactamente quién es nuestro prójimo.

Es en estas condiciones que Jesús cuenta la parábola del Buen Samaritano, para hacernos entender que nues­tro prójimo es quien encon­tramos caído en nuestro camino. Y, en este imperativo de amarlo, no importa quién sea la persona que está caída ni tampoco quiénes somos nosotros. Jesús aclara tam­bién que no existe ley en el mundo que pueda justificar la falta de solidaridad.

Voy a intentar explicar esto que estoy diciendo a partir del texto.

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Un hombre fue robado, fue abandonado y muy gol­peado en el camino. No podía valerse por sí mismo y solamente con la ayuda de alguien podría recu­perarse. En este camino, viene un sacerdote, hom­bre que conoce las escritu­ras y los mandamientos, que sabe del precepto de amar al prójimo, pero también cono­cía otra ley, que afirmaba que aquellos que tocasen sangre se quedaban impuros y no podrían ejercer el ministerio sacerdotal antes de ser puri­ficado. Así él tiene un justifi­cativo para no hacer nada y dejarlo, pasando por el otro lado del camino. Tal vez él debería preguntarse: ¿cuál es la ley más importante?

También pasa un levita. Lo mismo que dijimos para el sacerdote puede ser dicho para el levita, que es un miembro de la tribu sacer­dotal. Pero podremos acre­centar que tal vez por su sta­tus, él podría creer que este no era un servicio para él y que ciertamente pasarían otras personas que lo ayu­darían. El hecho es que, en medio de sus raciocinios, él creyó que podría pasar ante él, de largo.

Al final viene un samaritano, hombre despreciado por los judíos, porque lo considera­ban impuro, infiel a los pre­ceptos de Dios. Pero este hom­bre “vio y se compadeció” por el hermano que estaba allí caído (los otros dos sola­mente lo vieron, pero no se compadecieron). Él fue capaz de no pensar solamente en sí mismo. Ciertamente, esta parada iba a retrasar su viaje. Seguramente, ayudarlo iba a darle perjuicio, pero él sabía que un hombre caído al borde de su camino y que lo necesi­taba era lo más importante en aquel momento.

De aquí podemos con­cluir que no es importante quién sea la persona caída. No tiene sentido hacer pri­mero una evaluación moral de ella para saber si merece o no ser ayudada. El hecho de estar caída y lastimada al borde del camino basta como motivo para la obliga­ción cristiana de ayudarla.

Por otro lado, nadie puede esquivarse en sus títulos o en sus funciones. Todos tenemos la obligación de socorrer a los necesitados: padres, obispos, laicos, ricos, pobres... Este mandamiento es anterior a cualquier otro ministerio. Tampoco es legítima ninguna otra ley que justifique el hecho de pasar de largo.

En la vida debemos saber dis­cernir cuáles son las priori­dades. Pienso que este buen samaritano tiene mucho que enseñarnos. En primer lugar, debemos aprender de él qué es lo que significa tener compa­sión. Muchas veces también nosotros ya tenemos el cora­zón frío. Estamos tan ensi­mismados que hasta vemos, pero ya no nos conmueve. Ya nos habituamos a ver perso­nas caídas y nos justificamos diciendo que yo no puedo sal­var a todos (y con esta excusa no salvamos a nadie).

El buen samaritano nos enseña aun que quien ayuda, siempre pierde alguna cosa: tiempo, dinero, se ensucia, se cansa... y a veces hasta se complica... Pero él sabe que son estas cosas que dan sabor a la vida.

Solamente consigue asumir las pérdidas por ayudar a los demás quien ya descubrió que la vida tiene un sentido, una dirección. Aquí vale la pena recordar la frase que comen­tamos hace tres domingos: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierde su vida por causa mía, la asegurará”.

Oh Jesús, buen samaritano de toda la humanidad, ayú­danos a sentir compasión de aquellos que vemos caídos en nuestros caminos.

El Señor te bendiga y te guarde, El Señor te haga bri­llar su rostro y tenga miseri­cordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

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