Con su mantilla sobre la cabeza en señal de dignidad, la mujer caminaba hacia la iglesia. Doce cuadras exactas, como el número de apóstoles, debía andar para cumplir con su deber de cristiana. Cada vez le resultaba más difícil cubrir ese trecho, no por la artritis, sino por la soledad de su vía crucis. Casi imperceptiblemente, las costumbres de la Semana Santa habían ido cambiando hasta llegar a este mamarracho que se estila actualmente.

El primero en abandonar la obligación de ir a misa para agradecer a Dios “al menos una vez a la semana” por todas sus bendiciones fue su querido marido. Un día amaneció muerto y se llevó su costoso traje nuevo al cajón, sin despedirse siquiera. En fin, el pobre nunca se destacó por sus buenos modales, pero eso de dejarla viuda de la noche a la mañana le resultó de mal gusto.

El brazo de ese hombre en su peregrinar religioso había sido reemplazado por el de sus fieles amigas, quienes la habían socorrido en la depresión y se turnaban para reconfortarla. Durante casi dos décadas fueron su refugio y ayuda, pero lentamente, una tras otra, todas también se mudaron al cementerio.

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Mientras caminaba recordaba la algarabía familiar de los jueves santos, cuando las mujeres amasaban la chipa, intercambiaban secretos de cocina o cortaban las lonjas de la grasa de cerdo recién carneado y las arrojaban a la gran olla de hierro para hacer crujientes chicharrones.

Ella era niña entonces. Ese día estaba prohibido trabajar y ni se podía hablar en voz alta. El respeto por la muerte de Jesús de ninguna manera podía ser mancillado. Del tatakua salían las más variadas y apetitosas propuestas que serían “sacrificadas” al día siguiente. El viernes Dios estaba muerto. Era una tragedia. Eso les decían a los niños y para reforzar la idea les preguntaban quién los ayudaría en caso de meterse en algún aprieto y ni pensar en las consecuencias de algún accidente.

Por eso, además de la amenaza del cinto de “papá”, el miedo a ir directamente al infierno era la mejor estrategia para que los niños estuviesen sosegados. Nada de gritar y ni siquiera había que correr. Y ni pensar en pelearse. Esas cosas eran pecado mortal.

¿Dónde habían ido todas esas sanas tradiciones? Hoy la Semana Santa es turismo, se celebra como un campeonato de quién bebe más, hasta “morir”. Y los borrachos no se quedan a dormir la mona en algún catre, sino que regresan eufóricos manejando y causando accidentes.

¿Para qué ir más lejos? ¿Cuándo se habrá visto organizar el clásico de fútbol para un sábado santo? Eso era sacrilegio, sin perdón de Dios, pensaba la mujer a mitad de camino.

Fue cuando un grupo de jóvenes que tomaba cerveza la divisó y como una jauría hambrienta corrió a rodearla. El alcohol reía por sus bocas sin cerebro. Ella apretó el paso y la pequeña Biblia entre sus manos. Uno de los chacales le levantó la pollera y las carcajadas fueron raudal.

Ella comenzó a rezar, invocando la protección del Santísimo. Ellos le decían cosas sucias. Ella cruzaba el valle de lágrimas en medio de demonios descontrolados. Una nalgada fue la despedida y la humillación final.

¿Quo vadis, Semana Santa?, profirió la dama. Los cerdos no entendían ni de mantilla ni de luto, ni de respeto ni de moral, solo mascaban margaritas como chicle.

Cuando dejó atrás las risotadas, tomó conciencia de su perturbación y pensó que ese “ataque” había sido una prueba de Dios, que ese día sábado aún estaba muerto y agradeció el ser merecedora de semejante honor.

Faltaban pocas cuadras y se concentró en sus recuerdos para que nadie se diera cuenta del mal trago que había pasado. El domingo de Pascua era tal vez el día más feliz del año para los niños, más que la Navidad o el cumpleaños.

Con nostalgia su mente proyectaba la risa de sus primos y hermanos buscando los huevos de chocolate que el conejo había escondido detrás de los árboles. La alegría de encontrar uno o dos de esos deliciosos regalos no tenía comparación.

Durante muchos años ella conservó la candidez de preguntarse cómo hacían esos seres de orejas largas para esconder los huevos dentro del patio. O ¿cómo hacían para poner huevos de chocolate? ¿Cómo sabían los adultos que los conejos habían pasado por la casa?

La ilusión había enfermado gravemente y finalmente murió cuando las promociones de huevos en los supermercados fueron más agresivas y cuando la verdad escapó de la jaula de la ignorancia e hizo trizas a la inocencia.

El repique de campanas puso fin al viaje. Había llegado a la iglesia. Como todos los años, el mensaje de esperanza renacerá desde la muerte. Y el dolor, la soledad, la incomprensión, la injusticia, las carencias quedarán atrás como por arte de magia, como cuando de niña disfrutaba del dulce chocolate.

La Semana Santa ya no es la de antes, pero sí el anuncio de esperanza en la resurrección. ¡Felices Pascuas!

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