• Por Augusto dos Santos
  • Analista
  • @augusto2s

Cómo fue que ella acabó en la jaula de un asesino. Cómo fue que nadie evitó que fuera devorada por el hambre funesto de un criminal. Solo la Policía puede responder esas preguntas, porque hay un tema central en esta trama que todos estamos olvidando: el fin de la vida de una joven llamada Lidia.

Perdernos de esa centralidad será caernos en la misma mugrienta forma de agendar el debate normalizando la bestialidad.

Probablemente seas un paraguayo más que se harto de ver a un abogado dar explicaciones técnicas sobre el cuerpo acuchillado de una mujer de 18 años, crimen que –todo conduce a pensar– fue horriblemente premeditado, fríamente calculado y certeramente ejecutado.

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Probablemente seas un paraguayo más que cree que los medios de comunicación hace tiempo hemos “normalizado” la función mediática de los narcos y sus defensores y lo hemos entregado en capítulos como si fueran estrellas de una inofensiva serie policial.

Creo que hicimos mal en ser el único país del mundo en el que los narcos tienen derecho a tener sus espacios de prensa cayendo en la fascinación borgiana de quienes se unen por obra y gracia del espanto. Hemos tardado en advertir que no se puede tener a una serpiente cascabel como mascota televisiva, lamentablemente.

Pero volvamos al centro. A mí, como a muchos, me encantaría que Bolsonaro venga mañana en un helicóptero y lo lleve al desgraciado. Que el narco y sus amigos no se salgan con la idea de dilatar la ejecución de la extradición.

Pero mientras ello ocurre, si no queremos ser secuestrados definitivamente por el síndrome de la normalización que nos agobia (al convivir con las heces con la misma naturalidad de quien decidió instalar un campamento en el water) debemos realizar un supremo esfuerzo en el mismísimo GPS de nuestro debate para redireccionar el foco y ubicarlo en lo principal, y lo principal es porque la seguridad del Paraguay colocó a Lidia en las fauces del asesino.

Lo primero que necesitamos es responder a la pregunta sobre por qué el Estado paraguayo entregó a Lidia para que su vida sea parte de un asqueroso cambalache para salvar la extradición de un imperdonable.

No se trata, ni mucho manos, de esperar que las autoridades nacionales determinen la destitución de los cargos que debían controlar la unidad policial donde se produjo el trágico final de la muchacha de 18 años para que nuestras expectativas se vean rebasadas. Se trata de poner en prisión a los otros responsables de la muerte de Lidia. A todas las manos que abrieron todas las puertas, a todos los ojos que la vieron pasar sin detenerla y a todos todos los bolsillos que recibieron algún asqueroso dinero para que ello ocurriera. Lidia nunca pudo estar allí. Desde quien la contactó y hasta quien finalmente le clavó la decena de cuchilladas, todos tienen que pagar por el crimen.

El problema esencial, en este caso no es el criminal peligroso que mata y a quien se lo tiene en una celda. El problema es saber cómo carajos llevaron a una niña hasta esa celda rompiendo todas las reglas y protocolos.

El problema es entender cómo es posible que en un establecimiento de máxima seguridad tiene que ser el asesino el que llame a gritos a sus carceleros para que vengan a ver cómo terminó de matar a una niña. ¿Se dieron cuenta de ese detalle? Si no se detuvieron en ello: eso es lo que se llama normalización. Cuando estamos saltando episodios que son vitales para entender a cuenta del folclórico “así nomás luego tiene que ser”. El hecho que el criminal tuvo que gritar para que los policías vengan a hacerse cargo de la víctima es una evidencia de complicidad grande como la superficie boscosa deforestada de la República del Paraguay.

Tiene razón Michel Foucault cuando sostiene que “la locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad”. Eso que pasó con Lidia debe verse desde la corresponsabilidad social. Lidia no es una “fichita” dentro de un arrebato de locura de un jefe narco.

Lo que pasó el sábado, objetivamente, es la historia del poder criminal matando a una mujer indefensa e inocente, para acogerse a los benéficos de una justicia procriminal. El hecho que el narco y su staff hayan planificado ese crimen habla a las claras de la miserable situación en la que nos encontramos como damnificados de una justicia que es tan fácil de manipular y comprar que basta matar a alguien para salvarse. Horrible y vomitivo.

Mientras tanto, el Estado paraguayo debe empezar a explicarnos cómo y por qué decidió ser cómplice de la muerte de una adolescente un sábado al mediodía. Por ahora nos queda la sensación de que a Lidia la entregamos todos.

Ojalá el narco sea extraditado. Y ojalá se haga justicia en memoria de Lidia. Y ojalá haya un instante raro de sabiduría en la justicia para que todo eso suceda en un mismo momento, pronto.

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