• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

El fin de la historia terminaba hace exactamente veintiocho años, hacia 1989. Y la era, ese "más allá de la historia", la victoriosa época liberal democrática de aproximadamente doce años –desde 1989 a 2001– ese pequeño interregno, terminaba trágicamente un 11 de setiembre del 2001, a las nueve y treinta de la mañana, cuando las Torres Gemelas de Nueva York eran derribadas por aviones pilotados por terroristas islámicos suicidas. La ilusión de que la democracia liberal había llegado finalmente para quedarse, había terminado. Los prósperos y optimistas años noventa, la era de Bill Clinton, se había quedado atrás. La reafirmación de la democracia americana, la nación indispensable, con la expansión de las libertades alrededor del mundo, estaba terminando.

Como si fuera hoy, recuerdo el optimismo que reinaba en las nacientes democracias recientemente liberadas de la hegemonía soviética, la Rumania post-Ceausescu que se abría a la libertad; la personalidad arrolladora del checo Vaclav Havel que fascinaba al mundo; una Polonia que emergía con la fuerza arrolladora de Lech Walesa y la inspiración del papa polaco Karol Wojtyla. Y nosotros, acá en el Paraguay, iniciábamos también una larga reconstrucción del tejido social y de las instituciones democráticas, luego del estronato deleznable.

Un deseo largamente esperado y luchado o tal vez, un deseo utópico terminaba abruptamente: la creencia de que una era, la de las ideologías y más aún, las guerras religiosas, habrían sido superadas. Y que se había iniciado una era lineal de construcción de la democracia liberal desde la caída de los regímenes totalitarios veinte años antes, en 1989. El mismo papa Wojtyla, llamaba entonces, al año 1991, como un año gigantesco. Esta nueva era se iniciaba así, sin interferencias dialécticas que habían plagado las últimas décadas de la modernidad –y se esperaba– que sería una suerte de una segunda Belle Époque.

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Un tiempo en que las guerras, las confrontaciones, los odios, las diferencias culturales, serían superadas. La Unión Europea y las alianzas transatlánticas, el advenimiento del libre comercio –no se debe olvidar los tratados de NAFTA– que por primera vez integraban a la América del Norte, tenían lugar.

En este pequeño tiempo, entre la caída del muro de Berlín y la de las Torres Gemelas, se unificaba la historia. La mayoría de los países del mundo se unía al rechazar la realidad política como mero conflicto ideológico y abrirse al diálogo democrático. Era la tesis del entonces celebrado filósofo Francis Fukuyama –y con ella, la creencia de que la democracia liberal era inevitable–. Y que su grandeza no era en un progreso inevitable, sino, al mismo tiempo, en la posibilidad de que, al interior de la misma, se generan una miríada de historias y relatos políticos y culturales –las de las minorías y grupos olvidados–. La libertad, con la promesa de una sociedad transparente y multicultural de los postmodernos, podría cobijar a todos y terminar las discriminaciones.

Si la democracia liberal había vencido al totalitarismo, la libertad económica generaría la parusía, pues la misma, haría posible el abrigo y encuentro con todos. Todo era cuestión de tiempo. La modernidad, con su fe en la racionalidad y la libertad humana, mediada por el Estado de Derecho, estaba cumpliendo su promesa. Por lo menos la promesa de la visión de la historia que privilegiaba a la libertad y no a la totalidad o al Estado salvador. Eran Rousseau y Locke, o tal vez Burke quienes, en última instancia, estaban derrotando a Hegel, o sus últimos epígonos, de Marx a Gorbachov.

Pero acaeció el fatídico 11 de setiembre, hace 16 años. El país de la modernidad liberal democrática victoriosa, es atacado en su territorio –por primera vez– y en el corazón de su símbolo económico y capital cultural. Y los motivos del ataque, más allá de lo ideológico y político, representaban una realidad que se creía superada por la democracia liberal: la religión y sus pretensiones políticas en un mundo donde, dicho tipo de expresión, era considerada irracional, marginada de la política, o cuando más, relegada a la privacidad del hogar de los ciudadanos. Pero vuelve y con ella, como una furia desatada de las cosmogonías míticas, la historia se reanuda, la historia real, la del conflicto, la del enfrentamiento, la de las guerras y las pasiones humanas.

De ahí que nuestro tiempo es complejo, paradójico. La historia continúa. Por un lado, la democracia parece expandirse, pero por otro, se ha perdido la ilusión de que las libertades bastarían para construir un régimen político. Parecería que hemos vuelto al comienzo: un tiempo un poco cínico, pero más realista; un tiempo que cree en la democracia liberal, pero esta, no es tan automática como pareciera. Están las religiones vivas, las ideologías no han muerto, la pobreza que tercamente no muere, las discriminaciones que se perpetúan. Los conflictos parecen inevitables.

Lo que remite, creo yo, a una verdad tan antigua como la humanidad: el problema no es tanto el sistema político sino algo anterior, algo que afecta al ser humano. Hay algo roto, o fragmentado, en el corazón humano. Lo que los antiguos llamaban "hammartia" o esa incapacidad humana de no poder acertar en lo que se desea. Y precisamente, esa incapacidad es lo que la tradición cristiana llama pecado de naturaleza, original, que es la raíz de todas nuestras imperfecciones. Ese, creo, es el lugar de un nuevo inicio. El resto, como muestra la historia, es en vano.

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