Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Hace casi ya treinta años. Fue en la víspera de la fiesta del Santo Patrono del Paraguay, el dos de febrero, la noche de la Candelaria. Corría el año de 1989. El nombre de la Candelaria, fiesta sagrada que, según recuerdo, fue advertido por ese agudo observador de nuestra realidad política de entonces, mi querido maestro, el filósofo Adriano Irala Burgos -hijo de aquel gran héroe civil de la contienda del Chaco, don Adriano Irala- en uno de sus acostumbrados "adrianismos". La Candelaria es la fiesta litúrgica donde la Madre del Salvador, lo presenta en el Templo. Se iniciaba con eso el proceso liberador de la Encarnación. ¿Coincidencia? ¿Puro simbolismo barato? No lo se. Lo único que se no se debe obviar, es que en nuestras vidas y en nuestra historia hay algo más que lo que la razón misma puede explicar. Existe la categoría de la posibilidad.

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El General Rodríguez, a pesar de todo su pasado, se redimía así, con ese gesto, como el gran rey Ciro que dio la libertad al pueblo de Israel oprimido en las tierras de Babilonia. Se rebelaba contra un régimen despótico -que había sido también el suyo- un régimen que iba más allá de la arbitrariedad y la autocracia. Era un sistema perverso al punto que, en estricta mirada racional, nuestra misma razón natural lo rechazaba, aunque su "aceptación" se racionalizaba de mil maneras. Es que nadie quiere ser gobernado de un modo despótico. La dignidad nuestra, como seres humanos, no crece en la violencia ciega sino, en la obediencia justa.

El estronismo era un despotismo. Y no solo porque despreciaba el bien común ni tal vez por la ambición desmedida de sus paniaguados. Más bien, el carácter despótico del régimen era la concentración absoluta del poder en las manos del déspota. Todo, decisiones y políticas públicas, leyes o estatutos, la Constitución misma, estaban bajo el arbitrio del mismo. No era una república sino de nombre. Era un despotismo "legal". La república era, al decir de los escolásticos, un "flatus vocis", un mero nombre hueco de significado. Estos son hechos. No son interpretaciones. Esta era la realidad sin una manipulación interesada. Ese pasado, en su lacerante realidad, forzó al pueblo a rebelarse.

El estronismo fomentaba las obras materiales. Es cierto. Pero esto es esperado, es lo frecuente de los despotismos. Gran cosa. Es que las obras públicas materiales, por más grandiosas que fueren, no significa bien común, y mucho menos, un modo de hacer crecer la conciencia ciudadana. El déspota no quiere ciudadanos, desea súbditos. El déspota privilegia la materia, no el espíritu, los vicios y apetitos más bajos, no las virtudes cívicas. Las obras son un modo de mostrar su veta "paternal" y su voluntad omnímoda buscando la adulación y el medio propagandístico, de corrupción para controlar, buscando cómplices y no ciudadanos responsables.

¿Necesitamos otra noche de la Candelaria para saber esto? Yo no creo en eso, pero sí creo que la devastación cultural y educacional legada por el despotismo, impide reflexionar sobre ese modelo republicano con cierto reposo.

¿Para qué seguir? Treinta y cinco años fueron más que suficientes. La noche de la Candelaria, produjo el milagro. La proclama de Rodríguez abría una pequeña puerta: la iniciación de la democratización del Paraguay; la defensa de una causa noble y justa. Pero más de eso no deben hacer los gestos revolucionarios, a menos que los mismos se perpetúen en el poder y hagan añicos los ideales del gesto mismo. El gesto apenas, si es tal, abre las puertas. A Rodríguez, la entonces nueva Constitución, le cortó la reelección. Tal vez no se esperaba que fuera un George Washington.

La historia, desde entonces, no ha sido sino un ensayo de como ir madurando ese camino sin "insustituibles" luego de entrar en la puerta de la democracia. Yo soy de los que cree que todo logro lleva tiempo y el logro de una democracia madura que confíe en instituciones y no en personas, es un logro lento. Si hay algo que destruye los regímenes despóticos, son los tribunos -como nos recuerda Montesquieu-. Y más aún, si esa democracia aspira a ser de todos y en el autogobierno del pueblo. Mucho más, pues, el ideal pleno de una democracia es ser una auténtica república.

El pretender que una transformación externa sea suficiente, es una ilusión. Es que, junto a ella, si no cambia la actitud de cada ciudadano, no es nada. Una revolución política puede poner en las manos de los ciudadanos, ciertos resortes de acción política e incluso cambiar modos de contenido social. Pero, en un proyecto político, lo más vital, sin lugar a dudas, no son los medios sino el fin, la idea que se persigue. Y la idea supone un reconocimiento de cuál es el modelo de país que se desea. ¿Es una república? ¿Es solo una democracia populista?

¿Necesitamos otra noche de la Candelaria para saber esto? Yo no creo en eso, pero sí creo que la devastación cultural y educacional legada por el despotismo, impide reflexionar sobre ese modelo republicano con cierto reposo. El fin que se desea lograr, que antecede al modo como se quiere lograr dice un principio de lógica, está borroso, huidizo, auto justificado por el dinero, los apetitos y el poder. Pero, la razón humana no es ciega: tiene que ver y saber aquella meta adonde nos dirigimos. Repárese en un punto final: una república, entraña instituciones y no hombres providenciales. Una república es perfectible, perfección que se logra, mirando de reojo a la historia, para no repetir los errores cometidos. Mirar al gesto de la Candelaria que nos decía que un Estado de Derecho no se puede torcer conforme a la voluntad de aquel que ejerce el poder. No "oír" esto, sería -en lenguaje evangélico- como blanquear sepulcros.

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