Después de casi un año de la presidencia de Donald Trump, necesitamos darnos un pellizco para creer todo lo que ha pasado.

En "Fire and Fury: Inside the Trump White House" (Henry Holt, 2018), el relato anecdótico que Michael Wolff escribió sobre lo que ocurre detrás de cámaras y que, más que festejar el primer aniversario de la presidencia de Trump, fue un fuerte golpe, el líder del mundo libre aparece retratado como una extraña combinación de un niño y un emperador terriblemente egoísta al que sus propios empleados consideran incapaz de desempeñar el cargo. Estados Unidos no puede evadir el debate sobre la cordura del presidente y Trump parece incapaz de contenerse, pues atizó las llamas con un tuit acerca de que es un "genio muy estable" y, para amenazar a Corea del Norte, presumió sobre el impresionante tamaño de su botón nuclear.

Nadie puede resistir la tentación de observar a Trump. ¿Quién no ha esperado con impaciencia el siguiente tuit, con todo y la sensación de horror? En vista de las responsabilidades que tiene a su cargo y lo inadecuado que es para ocupar la presidencia, la atención que genera el carácter de Trump no solo es razonable, sino necesaria. Sin embargo, como registro de lo ocurrido durante su presidencia hasta el momento, también resulta incompleto y es una distracción peligrosa.

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Como muestra de que está incompleto, basta señalar que la economía estadounidense se encuentra en perfectas condiciones e incluso registró un crecimiento del 3,2% anualizado en el tercer trimestre. El aumento en los salarios de la clase trabajadora supera las demás cifras de la economía. Desde la salida del presidente Barack Obama, la tasa de desempleo se ha mantenido a la baja y el mercado de valores se ha mantenido al alza. Trump tiene suerte: la economía mundial atraviesa su período más sostenido de alza sincronizada desde el 2010. Sin embargo, ha forjado su suerte convenciendo a los empresarios estadounidenses de que está de su parte. Muchos estadounidenses, en especial aquellos que se sienten defraudados por Washington, sencillamente no creen en los lamentos de Trump acerca de las amenazas que se ciernen sobre Estados Unidos.

A pesar de que se ha dedicado a lanzar bombas retóricas, Trump no ha cumplido sus peores amenazas. Cuando era candidato, prometió imponer aranceles del 45% a toda la mercancía proveniente de China y volver a redactar o desechar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Canadá y México. Quizá pronto surjan dificultades en ambos frentes, aunque no a la escala de su amenaza original. También calificó de obsoleta a la OTAN y propuso la deportación masiva de 11 millones de inmigrantes no autorizados. Sin embargo, hasta ahora se mantiene la Alianza Atlántica y el número de deportaciones registradas durante el plazo de un año hasta septiembre del 2017 no varió muchísimo con respecto de años anteriores.

En cuanto a su mandato, los éxitos legislativos de Trump han sido moderados y han tenido resultados encontrados. Su reforma fiscal redujo tasas y simplificó algunas de las normas, pero también es retrógrada y no cuenta con financiamiento. La antipatía que siente por la regulación ha estimulado el instinto animal en los negocios, pero a un costo para el medioambiente y la salud humana que todavía no es posible determinar. Sus propuestas de abandonar el Acuerdo de París sobre el cambio climático y el recién formado Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica son absurdas, pero no se salen de los parámetros aceptables para los republicanos.

Su oportunismo y falta de principios, si bien son vergonzosos, quizá lo hagan más abierto a llegar a acuerdos que la mayoría de sus predecesores. Tan solo esta semana, combinó un estricto plan para deportar a los salvadoreños que gozan de derechos temporales para vivir y trabajar en Estados Unidos con menciones de una reforma amplia a la política migratoria. También dijo que viajará a Davos, donde se reunirá con los globalistas.

El peligro de nuestra obsesión con el carácter de Trump es que nos distrae de cambios más profundos en el sistema de gobierno estadounidense. Hay tantos puestos vacantes en la burocracia, que depende de inexpertos de la industria para redactar políticas públicas. Estos personajes han diseñado los criterios de desregulación y añadido cláusulas a la reforma fiscal que transfieren costos de los accionistas a la sociedad. Debido a que los republicanos del senado confirmaron a muy pocos jueces durante los últimos años de gobierno de Obama, Trump ha provocado que el sistema judicial se incline hacia la derecha. Mientras tanto, el escándalo permanente también ahoga el problema que persiste en Washington: el poder del pantano político y su total desconexión de los electores comunes.

Trump es un hombre con muchos defectos que carece del buen juicio o el temperamento necesarios para dirigir a un gran país. Su presidencia está dañando a Estados Unidos. Sin embargo, pasado cierto límite, seguir obsesionados con su incompetencia es una expresión de nuestros anhelos, pues muchas veces lo que está detrás de nuestros argumentos es el deseo de que abandone el cargo antes de concluir su período.

Por ahora, no es más que una fantasía. La investigación de Mueller sobre la relación de Rusia con su campaña debe seguir su curso. Solo entonces, Estados Unidos tendrá alguna esperanza de juzgar si su conducta amerita la destitución.

Destituir a Trump en virtud de la Vigésimo Quinta Enmienda, como un favor, sería todavía más difícil. El tipo de incapacidad que tenían en mente los autores de esa disposición era la del presidente John F. Kennedy en estado de coma, en caso de haber sobrevivido el atentado del que fue víctima. Resulta imposible diagnosticar de lejos el estado mental de Trump, pero no parece más demente que cuando los electores lo favorecieron a él y no a Hillary Clinton. A menos que no logre reconocerse frente al espejo, algo que con toda seguridad, en el caso de Trump, sería una de las últimas capacidades que perdería, ni su gabinete ni el congreso votarían a favor de su destitución.

Tampoco deberían hacerlo. La alarma que generan los actos vandálicos de Trump en contra de la dignidad y las normas de la presidencia tiene aspectos tanto positivos como negativos. Si fuera fácil para un grupo de Washington deshacerse de un presidente con base en la Vigésimo Quinta Enmienda, la democracia estadounidense se parecería mucho a una oligarquía.

Apresurarse a condenar o exonerar a Trump antes de que Mueller concluya la investigación politiza la impartición de justicia. Cada vez que los críticos de Trump dan más importancia a su objetivo de detenerlo que a los medios empleados para lograrlo, fomentan el partidismo y contribuyen a sentar un precedente que podría usarse algún día en contra de un buen presidente que respalde una causa noble pero nada popular.

La misma lógica puede aplicarse a Corea del Norte. Trump no es el primer presidente que nos hace cuestionar si alguien es capaz de controlar armas nucleares; otros ejemplos podrían ser la afición del presidente Richard Nixon por la bebida o la dependencia de Kennedy de los analgésicos, los medicamentos para controlar la ansiedad y, durante la crisis de los misiles en Cuba, incluso un antipsicótico. Deshacerse de Trump porque nos parece que podría padecer problemas mentales suena a golpe de Estado. ¿Basados en la misma lógica, nos desharíamos de alguien agresivo por su tendencia a disparar ante la primera provocación o de un evangélico por creer en el rapto?

Trump ha sido un mal presidente en su primer año. Durante el segundo, podría ocasionar graves daños a Estados Unidos. Sin embargo, la telenovela presidencial es solo una distracción. Es necesario que tanto él como el resto de los integrantes de su gobierno respondan solo por sus acciones reales.

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