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Entre todos los edificios del mundo, quizá el Tribunal Constitucional de Sudáfrica sea el que más emociones evoca. La sala del tribunal se construyó con los ladrillos del Antiguo Fuerte, donde estuvieron presos Nelson Mandela y Mahatma Gandhi cuando funcionaba como cárcel. Una franja de cristal que rodea la sala, a través de la cual es posible observar lo que ocurre en su interior, simboliza la transparencia.

Sobre su entrada, en concreto y con la letra manuscrita de los primeros jueces constitucionales designados tras la abolición de la segregación racial (entre los cuales se encontraba Albie Sachs, cuya letra parece la de un niño porque debió aprender a escribir con la mano izquierda, ya que los servicios de seguridad del régimen de raza blanca hicieron volar su brazo derecho) se anuncian los valores de la constitución.

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Una periodista conversó hace poco con un funcionario que trabaja en el edificio, en circunstancias que contrastan con el inspirador entorno. A solicitud del funcionario, sostuvieron la conversación en el exterior, y también pidió a la periodista que dejara su teléfono en el interior como precaución adicional para evadir la vigilancia de los servicios de seguridad. Estas precauciones son un indicio de lejos que se encuentra Sudáfrica de los ideales que adoptó cuando volvió a nacer tras el régimen de segregación racial.

Durante el gobierno del presidente Jacob Zuma, el Estado ha dado la espalda a sus compromisos. Los contratos se otorgan a cambio de sobornos y por medio de conexiones, los miembros del partido gobernante se matan por lucrativos trabajos en el gobierno y los ladrones operan con total impunidad.

La próxima semana llegará la fecha que quizá determine si Sudáfrica se hunde todavía más en este atolladero o comienza a recuperarse. Durante una conferencia que comenzará el 16 de diciembre, el Congreso Nacional Africano (CNA), el partido gobernante, elegirá a su nuevo líder, el sucesor de Zuma y su candidato a la presidencia del país. Encabezan la contienda Nkosazana Dlamini-Zuma, la ex esposa de Zuma y la candidata favorita, y el vicepresidente Cyril Ramaphosa.

Para Sudáfrica y todo el continente africano es necesario que Ramaphosa gane.

Sudáfrica ya no es una de las principales preocupaciones mundiales como en la década de 1990, cuando milagrosamente concretó la transición pacífica de un régimen racista a una democracia moderna. De cualquier forma, todavía es importante, y no solo para sus 57 millones de habitantes.

Gracias a su infraestructura física y financiera de primera calidad, el país es el centro económico de África. Su autoridad diplomática y moral moldea el sur de África, para bien o para mal: sin su apoyo, el presidente Robert Mugabe habría perdido el poder en Zimbabwe hace mucho tiempo. Por ahora, también es el lugar donde se libra la batalla más visible del mundo entre el mal y el buen gobierno.

Los alarmados sudafricanos han visto cómo avanza la "captura del Estado", por la que actores privados socavan el poder del Estado para robar recursos públicos. En un informe preparado en el 2016, la anterior defensora del Pueblo incluyó descripciones detalladas de cómo los Gupta, una familia cercana a los Zuma, ofrecieron el ministerio de Finanzas a un político porque esperaban que se dejara manejar y utilizaron su influencia política para saquear empresas públicas.

La defensora solicitó una investigación judicial. Zuma afirma que no sabe nada acerca de la oferta de trabajo y dijo que abrirá la investigación, pero sostiene que es inconstitucional que, como exige la Defensora del Pueblo, el presidente de la Suprema Corte designe al juez correspondiente. No hizo ningún comentario acerca del saqueo de las empresas públicas.

Sudáfrica es un caso inusual no por lo extendida que está la corrupción, sino porque opera sin la menor discreción. Gracias a su historia de activismo cívico, la libertad de prensa y su sólido sistema judicial, los sudafricanos conocen los detalles de este saqueo sistemático. Los periodistas de investigación han catalogado la corrupción a todos los niveles del gobierno. Semana tras semana, los activistas y los partidos de oposición promueven acciones legales en contra del gobierno. Un ex ministro de Finanzas calcula que han robado entre 11.000 y 15.000 millones de dólares, que representan el cinco por ciento del PIB del país.

Las elecciones de la dirigencia del CNA presentan una decisión que debería ser fácil. Se espera que Dlamini-Zuma proteja a su ex esposo, quien enfrenta 783 cargos de corrupción. Al igual que Zuma, ella apoya la "transformación económica radical", que involucra indisciplina fiscal y expropiación.

También como él, emplea una retórica de gran carga racial para evitar las críticas. Una victoria para esta candidata afectaría la economía, blindaría la captura del Estado y pondría en riesgo la armonía social, que es frágil en un país que ocupa el quinto lugar en el mundo en número de asesinatos.

La elección de Ramaphosa no garantizaría por sí misma un retorno pronto a un gobierno limpio. La corrupción está muy arraigada, a todos los niveles del partido. Tampoco fue positiva una política del CNA, anterior a la época de Zuma, que tuvo como objetivo "empoderar" a los magnates negros y para lo cual promovió la transferencia a su nombre de amplias participaciones en empresas cuyos propietarios eran blancos; gracias a esta política, algunos peces gordos del CNA se hicieron ricos sin ningún esfuerzo. Así se sentó un precedente por el que la política en la nueva Sudáfrica puede ser un atajo a grandes riquezas.

Uno de los más beneficiados fue el mismo Ramaphosa, lo cual complica su campaña para purgar el partido de políticos que solo buscan acumular riqueza. No obstante, nada parece indicar que haya quebrantado la ley, y ha condenado decididamente a aquellos que lo han hecho. También es pragmático en sus planes de fomentar el crecimiento económico y dar a los sudafricanos empleos y educación.

Las encuestas indican que Ramaphosa encabeza la contienda, pero no es el favorito. Zuma tiene mucho en juego, y sus habilidades políticas son consumadas. Quienes apuestan en su contra, casi siempre pierden. Sus compatriotas esperan el resultado con nerviosismo.

Algunos sudafricanos bienintencionados creen que sería mejor que ganara Dlamini-Zuma, porque el país se ha hecho muy similar a un Estado unipartidista, y si ella dirige al CNA, existen más probabilidades de que pierda las elecciones en el 2019. Es un razonamiento peligroso.

El partido multirracial de centro Alianza Democrática sí sería mejor que el CNA, y su popularidad va en ascenso. Ahora gobierna las tres ciudades más importantes del país. Sin embargo, el partido de extrema izquierda también va ganando terreno.

Por otra parte, las credenciales liberacionistas del CNA podrían ayudarle a ganar en el 2019 aunque lo encabece Dlamini-Zuma, pues si fuera presidente cimentaría el control del clan Zuma sobre el poder. Sudáfrica comenzaría a parecerse más, por desgracia, a una cleptocracia hereditaria.

Sus ciudadanos merecen algo mejor. La nación del arcoiris todavía puede ser un modelo de prosperidad y buen gobierno en África, pero los recuerdos de su esperanzador nacimiento por el momento contrastan melancólicamente con su oscuro presente. Una victoria de Ramaphosa representa su mejor oportunidad para recuperar ese optimismo.

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