Esta semana se cumple un año del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales. Muchos predijeron que la política exterior de Estados Unidos tomaría un rumbo desastroso. Trump había indicado que eliminaría algunos acuerdos comerciales, desharía algunas alianzas, destruiría metafóricamente el orden global basado en normas y otras cosas literalmente, a su antojo. Calificó de obsoleta a la OTAN y describió al TLCAN como "el peor acuerdo comercial de la historia". Estados Unidos era demasiado amable con los extranjeros.

"Antes, cuando ganabas una guerra, ganabas la guerra. Te quedabas con el país", opinó, y después añadió que iba a "cortarle la cabeza al Estado Islámico" en Irak y Siria y a "tomar su petróleo".

Hasta ahora, la política exterior de Trump ha sido menos desastrosa de lo que prometió. Sí retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París, con lo cual complicó la meta de frenar el cambio climático, y también abandonó el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, un importante acuerdo comercial. Sin embargo, no nos ha condenado de manera caótica al aislacionismo.

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No abandonó la OTAN, e incluso algunos de nuestros aliados de Europa oriental prefieren su retórica agresiva a la despreocupada objetividad del presidente Barack Obama. No ha declarado ninguna guerra. Reforzó la defensa por parte de Estados Unidos del atribulado gobierno de Afganistán, y ayudó a Irak a recuperar ciudades invadidas por el Estado Islámico. En las partes del mundo que no le llaman mucho la atención, como África, una versión con menos personal de la política del gobierno anterior sigue en piloto automático.

En resumen, ahora que Trump realiza una visita de 12 días a Asia, resulta difícil definirlo como un hombre que se ha desentendido por completo del mundo.

A muchos les alivia saber que está rodeado de un grupo de militares moderados y capaces. Su jefe de personal, su secretario de Defensa y su asesor en materia de seguridad nacional conocen los horrores de la guerra y no permitirán que tome decisiones precipitadas, según se dice.

Algunos optimistas incluso auguran que podría emular al presidente Ronald Reagan y reorganizar la élite diplomática, restaurar el poder militar de Estados Unidos y proyectar tal fuerza al exterior que una atemorizada Corea del Norte, tras caer en cuenta de que pretendió hacer más de lo que le permiten sus capacidades, se desmoronará como sucedió con la Unión Soviética. Otros predicen con toda seguridad que, aunque la posición de Estados Unidos en el mundo se vea dañada en el corto plazo, los electores no apoyarán a Trump en el 2020 y todo volverá a la normalidad.

Son solo anhelos. En términos de seguridad, Trump ha esquivado algunos errores terribles. No ha causado enfrentamientos innecesarios con China debido a la situación ambigua de Taiwán, como amenazó alguna vez. El congreso y el escándalo sobre la intervención de Rusia en las elecciones le han impedido negociar un acuerdo muy favorecedor para ese país con el presidente Vladimir Putin, que podría haber dejado a los vecinos de Rusia a merced del Kremlin. Al parecer, ha logrado que China ejerza un poco más de presión para que Corea del Norte deje de ampliar su arsenal nuclear. Sin embargo, también ha cometido algunos errores graves, como restarle importancia al acuerdo con Irán que limita su capacidad de fabricar bombas nucleares.

Sus instintos son atroces. Imagina que la historia no le puede dar ninguna lección. Le agradan los hombres poderosos, como Putin y el presidente chino Xi Jinping. Ama a los generales en la misma medida en que desdeña a los diplomáticos, lo cual es evidente porque ha desmantelado el Departamento de Estado; ha despedido a numerosos embajadores experimentados. Su obsesión con los tuits no es ninguna broma: socava y contradice a sus funcionarios sin ninguna advertencia, y vocifera amenazas imprudentes contra Kim Jong-un de Corea del Norte, cuya paranoia es tal que no necesita provocación alguna.

Además, Trump no ha superado la prueba de una crisis. Es posible que cuente con la asesoría de generales muy objetivos, pero él es el comandante en jefe, y su temperamento atemoriza tanto a propios como a extraños.

En cuestiones comerciales, se aferra a la visión de un mundo desequilibrado, en el que los exportadores "ganan" y los importadores "pierden". ¿Quienes compran ropa y bolsas de la marca Ivanka Trump, que se fabrican en Asia, son perdedores? Trump ha dejado muy claro que prefiere los acuerdos bilaterales a los multilaterales, porque así un país importante como Estados Unidos puede presionar a los pequeños para que acepten algunas concesiones.

Este enfoque tiene dos problemas. En primer lugar, no resulta nada atractivo para los países pequeños, que de por sí ya tienen que superar la barrera de grupos de cabildeo proteccionistas. En segundo lugar, implicaría multiplicar el conjunto de normas, de una complejidad terrible, que se pretendía simplificar y reducir cuando se creó el sistema de comercio multilateral. Es probable que el equipo de Trump no intente en realidad revolucionar el comercio global hasta que el congreso apruebe la reforma fiscal. Sin embargo, si llegara a suceder, cualquier cosa podría ocurrir, y el TLCAN todavía está en grave peligro.

Quizá el aspecto que Trump ha dañado más sea la influencia diplomática de Estados Unidos. Se refiere con franco desdén a la noción de que Estados Unidos debe defender valores universales como la democracia y los derechos humanos. Admira a dictadores y elogia abiertamente la violencia, como el asesinato masivo de sospechosos de delitos en Filipinas. No lo hace por tacto diplomático, sino al parecer por convicción.

Esto es algo nunca antes visto. Los presidentes anteriores llegaron a apoyar a dirigentes déspotas por "realpolitik" en la guerra fría: "es un desgraciado, pero es de los nuestros", se dice que afirmó el presidente Harry Truman acerca de un tirano anticomunista en Nicaragua.

La actitud de Trump parece ser más del estilo: "es un desgraciado. ¡Genial!".

Esta actitud causa repugnancia entre los aliados liberales de Estados Unidos en Europa, Asia oriental y otras regiones. Da confianza a los autócratas para incurrir en conductas peores, como en Arabia Saudita, donde esta semana la drástica purga política del príncipe heredero recibió la bendición de Trump. Le da argumentos a China para declarar que la democracia al estilo estadounidense es cosa del pasado, e incita a otros países a reproducir el modelo autocrático de China.

La idea de que todo volverá a la normalidad al concluir un solo período de Trump es demasiado optimista. El mundo sigue su curso. Los asiáticos han establecido nuevos vínculos comerciales, muchas veces con la participación central de China. Los europeos intentan planear cómo defenderse si dejan de contar con su aliado estadounidense. Por su parte, la política de Estados Unidos se vuelve hacia el interior: tanto los republicanos como los demócratas son más proteccionistas ahora que antes del triunfo electoral de Trump.

Con todo y sus defectos, Estados Unidos ha sido durante mucho tiempo la mayor fuerza a favor del bien en el mundo, ha mantenido el orden liberal y ha sido ejemplo del funcionamiento de la democracia. Todo eso está en peligro porque un presidente cree que las naciones poderosas solo se preocupan por ellas mismas. Cuando ponemos a "Estados Unidos primero", lo debilitamos y empeoramos las condiciones en todo el mundo.

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