THE ECONOMIST

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La desregulación, junto con los recortes fisca­les y la reforma comer­cial, es uno de los tres pilares de la agenda económica del presidente Donald Trump. Los republicanos aseguran que al quedar libres de tan­tas restricciones, las empre­sas estadounidenses inver­tirán más y contribuirán a lograr un crecimiento eco­nómico más rápido. Trump ni siquiera ha logrado unificar a su partido en torno a un tipo de legislación importante, y la Casa Blanca cuenta con sufi­ciente influencia en la política regulatoria. En primer lugar, las dependencias de gobierno que encabeza Trump pue­den regular y desregular de manera independiente, solo están sujetas a las instruc­ciones que el congreso les ha dado en el pasado.

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¿Cuántas restricciones de trámite han logrado retirar desde que Trump asumió el poder? Es difícil medir de manera precisa la regula­ción, pero ha sido evidente la tendencia a largo plazo hacia la excesiva elaboración de leyes. En 1970 el código de regulaciones federales con­tenía unas 400.000 palabras prescriptivas como "debe", según el Centro Mercatus, un comité de expertos de tenden­cia libertaria. Ahora contiene 1,1 millones.

Especialistas de muchas ten­dencias coinciden en que es demasiado y que es necesa­rio abreviar la legislación. En muy pocas ocasiones las dependencias han revisado edictos antiguos para deter­minar si vale la pena conser­varlos. El problema es ante­rior al gobierno del presidente Barack Obama: tanto republi­canos como demócratas han dirigido expansiones regu­latorias. Hecha esta aclara­ción, vale la pena señalar que Obama fue especialmente prolífico para elaborar leyes, ya que durante gran parte de su presidencia tuvo un con­greso hostil y muchas veces la regulación fue su mejor herra­mienta.

En este contexto, el gobierno de Trump ha tenido un impacto drástico. De repente, el flujo de nuevas normas se redujo a un goteo. Desde que Trump asumió el poder, el número de restricciones regu­latorias ha aumentado aproxi­madamente a dos quintas par­tes del ritmo usual. Durante el último año del período de Obama, el gobierno federal redactó 527 leyes consideradas "significativas". Los burócra­tas de Trump solo han escrito 118, e incluso este número se ha elevado artificialmente, pues muchos de los edictos que incluye solo se implementaron para demorar la aplicación de normas de la era de Obama o debilitarlas. Los ejemplos de regulaciones realmente nue­vas son muy escasos. La Casa Blanca solo reconoció una: la norma cuyo propósito es redu­cir la cantidad de mercurio que los dentistas descargan en el sistema de alcantarillado, que entró en vigor en julio.

Trump desaceleró la crea­ción de leyes por dos motivos principales. En primer lugar, en cuanto asumió la presiden­cia, ordenó a las dependencias de gobierno que no impusieran ningún tipo de costos regu­latorios netos nuevos sobre las empresas, a pesar de los beneficios que involucraran, y aclaró que para escribir nue­vas normas tendrían que revo­car dos antiguas. Puesto que desempolvar y desechar leyes inútiles es un proceso largo, el efecto práctico de esta instruc­ción es que se frenó la emisión de normas nuevas.

En segundo lugar, Trump ha firmado 14 proyectos de ley para revertir normas emitidas durante los últimos meses del gobierno de Obama, que por lo tanto todavía debía revi­sar el congreso. El efecto no solo fue el bloqueo de esas leyes, en virtud de la Ley de Revisión del Congreso, sino que las dependencias nunca podrán redactar otras "sus­tancialmente iguales" sin el consentimiento expreso de los legisladores. Antes del 2017, el congreso había ejercitado su facultad de revisar regu­laciones solo en una ocasión: en el 2001, después de que el presidente George W. Bush asumió el cargo, bloqueó un conjunto de estándares apli­cables a escritorios y sillas con el propósito de evitar que los oficinistas tuvieran dolores de espalda.

Sin embargo, la aplicación de esta ley como arma desre­gulatoria es limitada, pues el congreso puede revisar solo leyes emitidas durante sus 60 días de sesión previos. Atacar el fundamento de la regula­ción es mucho más difícil. Es posible tomar tres enfoques: aplicación tardía de normas relativamente nuevas, aplica­ción menos estricta de normas existentes y reversiones for­males de otras.

La primera táctica, la demora, se utiliza con el abandono. Por ejemplo, el Departamento del Trabajo intenta eliminar algu­nas partes de una nueva "regla fiduciaria" que exige que los asesores de inversiones siem­pre actúen en beneficio de sus clientes. Este requisito, como muchas otras reglas que pare­cen sencillas, por alguna razón ha dado pie a cientos de pági­nas de jerga legal. La regla fiduciaria entró en vigor de manera parcial en junio, pero el gobierno intenta posponer la entrada en vigor del resto de esta regla unos 18 meses, hasta julio del 2019, lo que daría espacio de aplicación al edicto.

Las demoras no funcionan en todos los casos. Cuando Scott Pruitt, un escéptico del cambio climático que enca­beza la Agencia de Protección Ambiental (EPA), intentó eli­minar una ley para reducir las emisiones de metano, un poderoso gas de efecto inver­nadero, de pozos de petró­leo y gas, un tribunal federal dictaminó que la decisión no era "razonable" y la bloqueó. "No puedo explicar cuán ile­gal era esa propuesta", señaló Bill Pedersen, un abogado ambiental.

El segundo método, aplicar las reglas de manera más rela­jada, si acaso, puede hacerse mediante recortes adecua­dos al presupuesto. Por ejem­plo, Pruitt propuso recortar el presupuesto de su agencia casi en un tercio, pero el congreso respondió con total rechazo a esta idea.

Sin embargo, la última estra­tegia, rescindir una regulación por completo, es la más difí­cil de aplicar. La EPA espera revertir las dos principales leyes ambientales de la era de Obama: el Plan de Energía Limpia, cuyo objetivo es redu­cir las emisiones de dióxido de carbono de las plantas eléctri­cas, y la reglamentación sobre las aguas de Estados Unidos, que amplió el alcance de las normas federales sobre las aguas navegables. Ninguna de ellas ha entrado en vigor, pues las han demorado pro­cedimientos que promovie­ron algunos estados y empre­sas afectadas.

Algunas de estas amenazas a la legislación de la era de Obama han tenido una conclusión exi­tosa. En agosto, un tribunal anuló una norma del Departa­mento del Trabajo que habría ampliado de manera significa­tiva el número de empleados que podrían solicitar el pago de horas extraordinarias de trabajo.

Sin embargo, si los tribuna­les no invalidan una norma, anularla es "como pretender cambiar el curso de un acora­zado", afirmó Steven Silver­man, un abogado que trabajó en la EPA durante casi cuatro décadas. Las agencias deben comenzar de cero un proceso regulatorio, consultar a las partes interesadas y demos­trar por qué su análisis ante­rior de costos contra beneficios estaba equivocado, un proceso que en sí mismo es vulnera­ble a desafíos legales. Mien­tras se resuelven, los demócra­tas podrían ganar de nuevo la Casa Blanca y cambiar el curso otra vez.

Por ahora, la táctica del gobierno ha sido intentar pos­tergar los casos en tribunales, para evitar que entre en vigor la legislación, y preparar reem­plazos mientras tanto. No obstante, es probable que el gobierno tenga que convencer a los jueces de que las cifras de Obama estaban equivocadas. Será más fácil lograrlo en algu­nos casos, pero no en otros.

El gobierno de Obama muchas veces buscaba beneficios adi­cionales para justificar reglas nuevas. Algunas veces, sus métodos no tenían preceden­tes. Por ejemplo, el gobierno incluyó el beneficio a países extranjeros en la suma del valor que implicaba reducir las emisiones de carbono. La pro­puesta para eliminar el plan de Energía Limpia, anunciada el 10 de octubre, demuestra que los reguladores de Trump eli­minaron ese cálculo. Tam­bién aplicaron de manera más estricta los llamados "cobene­ficios", los efectos secundarios positivos de la regulación.

La pregunta es con cuánta rapidez correrá el gobierno de Trump en la dirección opuesta. La Casa Blanca se ha concen­trado en reducir los costos para las empresas, por lo que los beneficios en un contexto más amplio casi no afectan su razonamiento. Esta perspec­tiva pone en riesgo en parti­cular las regulaciones ambien­tales, que tienden a involucrar mayores costos, pero también mayores beneficios.

Al volver a evaluar el impacto económico de WOTUS, a la EPA le bastaron unas cuan­tas oraciones, muy cortas, para eliminar por lo menos 300 millones de dólares en bene­ficios anuales para los hume­dales que se habían incluido en el análisis de la agencia en el 2015. La legislación que remplaza el Plan de Energía Limpia ignora por completo el efecto que tendría reducir el carbono en la disminución de otras emisiones nocivas que ocasionan muertes pre­maturas, una omisión que con seguridad dará fundamento a un desafío legal.

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