Las cifras son duras. El cáncer reclamó la vida de 8,8 millones de personas en el 2015, solo superado en mortalidad por las cardiopatías. Cerca del 40 por ciento de los estadounidenses recibirán la noticia de que tiene cáncer en algún momento de su vida. Ahora mata a más africanos que la malaria.

Sin embargo, las estadísticas no alcanzan a captar el miedo que inspira la silenciosa e implacable rebelión celular que implica el cáncer. Solo la enfermedad de Alzheimer se apodera de la imaginación de manera parecida.

Al enfrentar a este enemigo, la gente se enfoca comprensiblemente en posibles descubrimientos científicos que brinden una cura. Su esperanza no está fuera de lugar. En las últimas décadas se sobrevive más al cáncer gracias a una serie de avances, desde la secuencia genética hasta terapias dirigidas.

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La tasa de supervivencia de cinco años para la leucemia en Estados Unidos casi se ha duplicado, del 34 por ciento a mediados de los 70 al 63 por ciento entre el 2006 y el 2012. En Estados Unidos viven cerca de 15,5 millones de sobrevivientes de cáncer, una cifra que aumentará a 20 millones en los próximos diez años. Los países en vías de desarrollo también han progresado: en partes de América Central y del Sur, las tasas de supervivencia para el cáncer de próstata y de mama se han elevado hasta por un quinto en solo una década. Desde una perspectiva puramente técnica, es razonable esperar que algún día la ciencia haga enfermedades crónicas o curables de la mayoría de los tipos de cáncer.

No obstante, el cáncer no se combate solo en el laboratorio; también se lucha contra él en los quirófanos, en las escuelas, en los sistemas de salud pública y en las agencias gubernamentales. Lo que se envía desde estos campos de batalla es mucho menos alentador.

Primero las buenas noticias. Si se les ataca pronto, muchos tipos de cáncer son altamente tratables hoy en día. Tres de cada cuatro británicos que recibieron un diagnóstico de cáncer de próstata a principios de los años 70 no vivieron diez años más, mientras que ahora lo hacen cuatro de cada cinco. Otros tipos de cáncer, como los de pulmón, páncreas o cerebro son más difíciles de detectar y tratar. Sin embargo, hay progresos. Las técnicas que permiten un diagnóstico temprano incluyen un dispositivo diseñado para detectar el cáncer en el aliento, y las pruebas de sangre pueden encontrar fragmentos de ADN desprendido por los tumores. La secuencia del genoma facilita la identificación de nuevos objetivos para los fármacos.

El trío establecido para los tratamientos contra el cáncer en el siglo XX –cirugía, radiación y quimioterapia– sigue mejorando. Los radioterapeutas pueden crear redes de rayos gama cuya intersección libera dosis lo suficientemente altas para matar a los tumores, pero que hacen menos daño a los tejidos sanos al entrar y salir del cuerpo. Algunos nuevos medicamentos impiden el crecimiento de vasos sanguíneos que proporcionen nutrientes a los tumores, mientras que otros atacan los paquetes de reparación de ADN de las mismas células cancerosas. El cáncer puede no darse por vencido, pero tampoco lo hace la ciencia.

Lo que causa más emoción es la inmunoterapia, un nuevo enfoque surgido en los últimos años. El sistema inmunitario humano está equipado con una serie de frenos que las células cancerosas son capaces de activar. El primer tratamiento de inmunoterapia en uso inhabilita esos frenos, permitiendo que los leucocitos ataquen a los tumores. Está en una etapa temprana, pero en un pequeño subconjunto de pacientes este mecanismo ha producido remisiones a largo plazo que son equivalentes a una cura. Más de 1.000 estudios clínicos sobre tratamientos de ese tipo están en curso, dirigidos a una amplia gama de distintos tipos de cáncer.

Ahora es incluso posible reprogramar a las células inmunes para combatir mejor al cáncer editando su genoma, y el mes pasado se aprobó para su uso en Estados Unidos la primera de esas terapias genéticas.

Sin embargo, es posible que los pacientes con cáncer no tengan que esperar a las terapias del futuro para tener una mejor oportunidad de supervivencia en el presente. Tanto en los países ricos como en los pobres, la supervivencia al cáncer varía enormemente. Los hombres mueren a tasas mucho más altas que las mujeres en algunos países, mientras que en otros, con niveles similares de desarrollo, les va igualmente bien. La tasa de supervivencia de cinco años para un conjunto de tres tipos comunes de cáncer en Estados Unidos y Canadá está por arriba del 70 por ciento. Alemania llega al 64 por ciento, mientras que el Reino Unido solo llega al 52 por ciento.

También existen disparidades entre países. Estados Unidos tiene un buen desempeño en cuanto al tratamiento contra el cáncer en términos generales, pero muestra una desigualdad extrema en cuanto a resultados. La tasa de mortalidad de los hombres estadounidenses de raza negra de cualquier tipo de cáncer es un 24 por ciento más alta que la de hombres de raza blanca, y las tasas de muertes por cáncer de mama entre la raza negra son un 42 por ciento más altas que entre la raza blanca. Un diagnóstico en zonas rurales de Estados Unidos es más mortal que en las urbanas.

Las variaciones entre países son en parte un reflejo del gasto en atención a la salud: más de la mitad de los pacientes que requieren radioterapia en los países con ingresos medios y bajos no tienen acceso a tratamiento. No obstante, los grandes presupuestos no garantizan buenos resultados. Islandia y Portugal no gastan más que Inglaterra o Dinamarca en atención a la salud en proporción a su PIB, pero estudios pasados muestran una gran variación en la supervivencia de cualquier tipo de cáncer.

En cambio, con frecuencia el problema es cómo se gasta el dinero, no cuánto dinero hay. Por ejemplo, hay una vacuna existente contra el virus del papiloma humano, que causa cáncer de cérvix en las mujeres, así como cáncer de cabeza y cuello. Ruanda comenzó un programa de vacunación de rutina en el 2011, y su objetivo es erradicar el cáncer cervical para el 2020. Otros países son mucho menos sistemáticos. Las vacunas podrían ayudar a prevenir el cáncer cervical en 120.000 mujeres de la India al año, por ejemplo.

Quienes hacen las políticas no carecen de poder. Se puede hacer más para verificar qué tratamientos y qué combinaciones funcionan mejor. Un fondo para fármacos contra el cáncer de 2.000 millones de dólares en el Reino Unido, que hizo que fuera más fácil obtener los nuevos medicamentos costosos, no evaluó la eficacia de estos, por lo que se convirtió en una gran oportunidad desperdiciada. Medir la incidencia del cáncer y la supervivencia a través de registros sobre la enfermedad saca a la luz dónde se está fallando a los pacientes.

El acceso a la atención a la salud también importa: la cantidad de estadounidenses cuyos tipos de cáncer se diagnosticaron lo más oportunamente posible se incrementó cuando el programa Obamacare entró en vigor.

No obstante, la prevención sigue siendo la mejor cura de todas. Los esfuerzos por controlar el tabaquismo evitaron 22 millones de muertes, muchas de ellas por cáncer, entre el 2008 y el 2014. Sin embargo, solo un décimo de la población mundial vive en países donde los impuestos constituyen por lo menos tres cuartos del precio de los cigarros, como recomienda la Organización Mundial de la Salud.

Los impuestos y la distribución del presupuesto son menos emocionantes que los rayos de protones que atacan a los tumores y los anticuerpos con súper poderes, pero las decisiones de los tecnócratas son tan importantes como el trabajo de los técnicos. El cáncer mata a millones de personas, no solo por falta de avances científicos, sino también por malas políticas.

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