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La victoria de Israel sobre los ejércitos árabes que lo cercaban en 1967 fue tan rápida y absoluta que muchos judíos pensaron que una mano divina había inclinado la balanza. Antes de la Guerra de los Seis Días, Israel había temido otro Holocausto. Después impuso una especie de imperio. Anonadados, los judíos ocuparon los sitios sagrados de Jerusalén y los lugares de sus relatos bíblicos.

Sin embargo, el territorio vino con muchos palestinos a los que Israel no podía expulsar ni absorber. ¿La Providencia estaba sonriendo a Israel, o poniéndolo a prueba?

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Durante los últimos 50 años, Israel ha tratado de tener ambas cosas: tomar el territorio plantando asentamientos judíos en él, mientras privaba a los palestinos de derechos bajo la ocupación militar, negándoles su propio Estado o igualdad política dentro de Israel. Los palestinos han dañado su causa a lo largo de décadas de violencia indiscriminada, pero aun así su desposeimiento es un oprobio para Israel, que es por mucho la parte más fuerte y afirma ser una democracia modelo.

La ocupación "temporal" de Israel ha durado más de un siglo. El proceso de paz que creó la autonomía palestina "interina", que debía durar solo cinco años antes de un acuerdo final, se ha extendido durante más de 20. Un Estado palestino se ha retrasado demasiado. En vez de resistirse a él, Israel debería ser el principal defensor de la futura Palestina que será su vecina.

Esto no es porque el intratable conflicto sea el peor en Medio Oriente o, como muchos pensaron alguna vez, la causa central de la inestabilidad regional: la carnicería de las guerras civiles en Siria, Irak y otras partes refuta esas ideas. La razón por la cual Israel debe dejar ir al pueblo palestino es preservar su propia democracia.

Inesperadamente, podría haber una nueva oportunidad para hacer la paz: el presidente Donald Trump quiere conseguir "el acuerdo definitivo". El primer ministro de Israel, Benyamin Netanyahu, parece tan nervioso como su contraparte palestino, el presidente Mahmoud Abbas, parece optimista.

Trump, correctamente, instó a Israel a frenar la construcción de asentamientos. Israel quiere que él cumpla su promesa de mudar la embajada estadounidense a Jerusalén. Debería postergarlo hasta que esté dispuesto a ir realmente en grande: reconocer a Palestina al mismo tiempo y abrir una segunda embajada en Jerusalén para dialogar con ella.

Los esbozos de la paz son bien conocidos. Los palestinos aceptarían al Estado judío nacido de la guerra de 1947-48, conformado por unas tres cuartas partes del antiguo mandato británico de Palestina. A cambio, Israel permitiría la creación de un Estado palestino en los territorios restantes que ocupó en 1967, alrededor de una cuarta parte del mandato original. Tendrían que intercambiarse terrenos para incluir a los principales asentamientos, y Jerusalén tendría que ser compartido. Los refugiados palestinos regresarían, pero mayormente a su nuevo Estado, no a Israel.

El hecho de que ese acuerdo sea familiar no lo hace probable. Netanyahu y Abbas probablemente prolongarán el proceso y tratarán de asegurarse de que el otro sea culpado del fracaso. Distraído por escándalos, Trump podría perder interés. Netanyahu podría perder el poder, dado que enfrenta varias investigaciones policiacas, y Abbas –de 82 años de edad y fumador– podría morir. El limbo de la semiguerra y la semipaz es, tristemente, una opción tolerable para ambos.

Sin embargo, la creación de un Estado palestino es la segunda mitad de la promesa del mundo, aún no cumplida, de dividir a la Palestina de la era británica en un Estado judío y un Estado árabe.

Desde la Guerra de los Seis Días, Israel ha estado dispuesta a intercambiar territorio por paz, notablemente cuando regresó el Sinaí a Egipto en 1982. Sin embargo, las conquistas de Jerusalén Este, Cisjordania y la Franja de Gaza fueron diferentes. Yacen en el corazón de las historias rivales de los israelíes y los palestinos, y suman la intransigencia de la religión a un conflicto nacionalista.

Los primeros líderes sionistas aceptaron la partición a regañadientes, y los árabes trágicamente la rechazaron rotundamente. En 1988, la Organización para la Liberación de Palestina aceptó un Estado en parte del territorio, pero los líderes israelíes se resistieron a la idea hasta el 2000. El propio Netanyahu habló de un Estado palestino, e incluso entonces solo limitado, en el 2009.

Otra razón para el fracaso en la búsqueda de tener dos Estados es la violencia. Los extremistas en ambos bandos se propusieron destruir los acuerdos de Oslo de 1993, el primer paso para un acuerdo. El levantamiento palestino del 2000-2005 fue abrasador. Las guerras después de la retirada unilateral de Israel de Líbano en el 2000 y de Gaza en el 2005 empeoraron todo. Conforme la sangre fluía, la confianza –el ingrediente vital de la paz– moría.

La mayoría de los israelíes no tiene prisa por tratar de ofrecer territorio por paz de nuevo. Su seguridad ha mejorado, la economía está en auge y los Estados árabes están cortejando a Israel en busca de información de inteligencia sobre los terroristas y una alianza contra Irán. Los palestinos son débiles y están divididos, y podrían no ser capaces de negociar un acuerdo. Abbas, aunque moderado, es impopular, y perdió Gaza ante sus rivales islamitas, Hamas. ¿Qué pasaría si Hamas también se apoderara de Cisjordania?

Todo esto conduce a una peligrosa complacencia, una sensación de que, aun cuando el conflicto no pueda ser resuelto, puede ser manejado indefinidamente. Sin embargo, la subyugación interminable de los palestinos erosionará la postura de Israel en el extranjero y dañará su democracia internamente. Su política está girando hacia el chauvinismo etnorreligioso, que busca marginar a los árabes y a los izquierdistas judíos, incluidos grupos defensores de los derechos humanos. El gobierno incluso ha objetado una novela sobre un romance judío-árabe.

A medida que Israel se enriquece más, la miseria de los palestinos se vuelve más inquietante. Su dilema se vuelve más agudo a medida que el número de palestinos entre el río Jordán y el Mediterráneo se pone a la par del de los judíos. Israel no puede aferrarse a toda "la Tierra de Israel", mantener su identidad predominantemente judía y seguir siendo una democracia propiamente dicha. Para salvar la democracia, y para evitar un deslizamiento hacia el racismo o incluso el apartheid, tiene que ceder los territorios ocupados.

Por tanto, si la Autoridad Palestina de Abbas es débil, entonces Israel necesita reforzarla, no socavarla. Sin avance hacia un Estado, la AP no puede mantener la cooperación de seguridad con Israel para siempre, ni puede recuperar su credibilidad. Israel debería permitir que los palestinos se desplacen más libremente y retirar todas las barreras a sus productos; después de todo, un mercado más libre hará a Israel más rico también. Debería permitir que la AP se extienda más allá de sus pequeños espacios. Israel debería frenar voluntariamente los asentamientos, al menos más allá de su barrera de seguridad.

Israel es demasiado fuerte para que un Estado palestino amenace su existencia. De hecho, ese Estado es vital para su futuro. Solo cuando Palestina nazca Israel completará la victoria de 1967.

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