Una suerte de parálisis es la que se observa en la actualidad en el Poder Legislativo, una pieza clave en la organización política y administrativa del Estado. Convaleciente de una inaudita división, a raíz de enfrentamientos internos entre los partidos con representación parlamentaria, hoy la delicada y significativa función de legislar, encargada a los representantes de la antonomasia de diputados y senadores, la de legislar, se halla de facto suspendida.
En las últimas semanas, tanto en la Cámara Baja como en la Alta se han interrumpido las actividades debido precisamente a esos enfrentamientos y dilaciones que pueden costar muy caro al país.
Esta situación que ya venía arrastrándose a lo largo de este período parlamentario se agravó a finales de marzo pasado, cuando las aguas entre el oficialismo y sus aliados y la oposición se dividieron aún más por el espinoso asunto de la enmienda constitucional que habilitase la reelección presidencial.
Superada aquella grave partición, que tuvo efectos en una sociedad polarizada y conmocionada por la muerte de un dirigente liberal, no tardó mucho para que el ambiente convulsionado retornara. Nuevamente la elección de la mesa directiva de ambas cámaras volvió a acentuar la crispación entre legisladores que responden al oficialismo y a la disidencia, llevando la convulsión a tal punto –como consecuencia de este impasse– que la Cámara Alta no volverá a sesionar hasta que asuma la nueva directiva, el próximo 1 de julio, en el inicio del período parlamentario.

En el aspecto legislativo es más que obvia la sangría de los actuales mandantes, puesto que al no lograr reunir quórum mucho menos tendrán consenso para tratar o aprobar leyes. Y es allí donde los mandatarios –aquellos que reciben y representan al pueblo– generan una deuda que es intolerable.

Tampoco en la Cámara Baja han salido indemnes tras estas últimas reyertas políticas. No se completaron las últimas sesiones, ya que fueron parciales, para luego dejar sin quórum el hemiciclo y sin posibilidades de tratar importantes leyes para el país. En este cuerpo, los diputados disidentes y de la oposición abandonaron incluso una esencial comisión asesora, como lo es la de Asuntos Constitucionales.
Los legisladores no sólo no están tratando importantes normativas como ser el financiamiento político o el desbloqueo de las listas sábana, leyes tan necesarias y sensibles para el ciudadano común, sino que están generando una crisis de notable repercusión política. El Parlamento hoy falla en sus funciones naturales como ser la representación, la legislación y el control. Y todo por intereses sesgados.
En el aspecto legislativo es más que obvia la sangría de los actuales mandantes, puesto que al no lograr reunir quórum mucho menos tendrán consenso para tratar o aprobar leyes. Y es allí donde los mandatarios –aquellos que reciben y representan al pueblo– generan una deuda que es intolerable.
Cuando un diputado o un senador responde a sus propios intereses y no a los de los votantes, entonces se produce un quiebre en la representación. La representación que ejerce el legislador va enlazada con la del concepto de control y de responsabilidad del diputado o senador. Cuando esto desaparece no se justifica el mandato.
Si en este escenario la representación y la legislación están comprometidas no es menos cierto que las otras funciones parlamentarias, la de controlar y la de supervisar a los demás poderes, también entran en crisis. En nuestra Constitución Nacional, que hace unos días cumplió 25 años de vida, los constituyentes que la diseñaron se aseguraron de darle plenos poderes al Poder Legislativo y, sin dudas, este ejerce una fenomenal herramienta de frenos y contrapeso al Poder Ejecutivo. Un Congreso disperso y sumido en disputas internas no pone en entredicho su propia credibilidad sino que desabrocha el “cinturón de seguridad” a los demás poderes.
La actual crisis de representación es lamentable y peligrosa para la República porque termina también de ratificar que la clase política está sumergida en discusiones que en nada contribuyen al desarrollo del país; al contrario, lo estacan.

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