• Por Alex Noguera
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Miró el reloj de pared. Las manecillas daban las 11:43 de la noche y recién acababa de llegar de la facultad. Pudo dejar su mochila sobre la mesa de la cocina, pero no logró deshacerse de su frustración, que se le escapó de entre los labios en forma de murmullo: "País de mierda", exhaló.

Rabia contenida. Una vez más se había quedado sin colectivo y le dolían los pies de tanto caminar. "Como si la gente no tuviera necesidad de salir después de bajar el sol", pensó. "¿Cuántos de los hijos de empresarios del transporte usan los colectivos de papi para ir a estudiar?", se preguntó. Una melancólica sonrisa fue la respuesta.

Al abrir el microondas se produjo el ruido característico. Escudriñó dentro y ahí estaba la cena que su mamá le había guardado. No sentía demasiada hambre a causa de la obligada e interminable caminata nocturna que había realizado, por eso esa vianda le aliviaba más el magullado espíritu que el estómago vacío. Había alguien que se acordaba de él, que se preocupaba de su bienestar, que le dejaba alimento y un mensaje de amor en ese plato envuelto con servilleta de trapo.

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Las cosquillas en el estómago eran de felicidad. Sin abrir el envoltorio, el aroma le indicaba qué tesoro tenía en las manos. Digitó el calentamiento rápido y la comida comenzó a girar dentro del aparato como una sexy odalisca que elevaba la temperatura con su danza.

Cuando se sentó a la mesa, desde atrás le llegó el saludo cariñoso de la mujer. "¿Otra vez te quedaste sin colectivo, piko mi hijo?", preguntó. "Si mami. Parece que ya no existen choferes vampiros", respondió en broma, tratando de no preocuparla.

Ella preguntaba cómo le había ido. Él, entre bocado y bocado, inventaba un día perfecto. Ella fingía creerle. Era el rito repetido de cada noche. Él, del trabajo pasaba a la facultad. Ella de la máquina de coser pasaba al plumero, del repasador a la cocina y de una changa a la casa. Él buscaba un futuro mejor. Ella sostenía el presente y le quedaban pocos futuros. Tenía 62 y él 22.

Apagó la luz para "ahorrar electricidad" y se acostó en la cama. No necesitaba ver para pensar, sin embargo, con claridad recordaba el video de un periodista colombiano que había visto en la facultad. En pocos minutos, las imágenes y el audio hacían notar la diferencia entre la cultura japonesa y la de su país. Comenzaba diciendo que cada día miles de personas utilizaban el metro de Tokio y que gracias a la educación, de forma ordenada, sin empujarse, sin gritar, la cantidad que lograba trasladarse por ese medio era más que asombrosa.

El hombre de prensa también destacaba la limpieza de las calles, en las que no había ni un solo basurero ya que cada ciudadano llevaba sus desperdicios a casa. Otro detalle que reveló fue que en los restaurantes era mal visto dar propina ya que los mozos consideraban una ofensa recibir dinero extra por algo que debían hacer. ¡Cuánta diferencia con su país!

Poco creíble, además, era ver a niños de 6 o 7 años, solos, exentos de peligro, viajando en el metro "lo que demuestra el elevado nivel de confianza social", expuso. Como si fuera poco, presentó un dato del año 2015, en el que se indicaba que en todo el país solo se habían registrado 7 casos de homicidio por arma de fuego, así que la Policía más se dedicaba a orientar a las personas, brindándoles direcciones, que persiguiendo criminales.

Sorprendía al colombiano que tampoco hubiera guardias en la puerta de los comercios porque era una pérdida económica ya que nadie robaba nada. Es que los unos confían en los otros y respetan la ley, no por temor a la represión, sino por conciencia colectiva. Y remataba con: "No es la tecnología, ni modernas autopistas ni abultados presupuestos en seguridad lo que hacen la diferencia, sino los pequeños comportamientos individuales los que construyen confianza".

El universitario googleó en la oscuridad e hizo cálculos. Paraguay: 406.752 km², 6.953.646 habitantes. Japón: 377.915 km², 126.926.000 habitantes. Tienen menor territorio, pero 18 veces más población.

Encontró otros datos, como que el salario mínimo en Japón el año pasado era de 959,9 euros (G. 6.404.140,83), en Paraguay es de G. 2.041.123. Los parlamentarios allá ganan 10.333 euros al mes (G. 68.938.417), acá perciben G. 32.774.840. Acá los congresistas ganan 16 veces el mínimo, allá solo 10 veces y además trabajan.

Allá hay educación, hay respeto, hay transporte. Se enojan si alguien les ofrece propinas y los niños viajan sin adultos y no son manoseados en cualquier almacén. Allá no se roba.

Necesitamos aprender esos pequeños comportamientos individuales que construyen confianza, ¿pero cómo si los que deberían enseñárnoslos no saben que existen? Es como esperar el colectivo que nunca llega en la noche.

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