• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Hoy, en esta segunda década del siglo XXI, lo que está en crisis no es la democracia liberal como tal, sino el contenido de la misma. Lo que atraviesa ríos de incertidumbre no es el procedimiento de cómo gobernarnos, sino el que se debe tener en cuenta al hacerlo.

Hoy, la cuestión, al menos en este momento histórico, nos provoca la pregunta de cómo es posible la certeza en las cosas de la vida, las de la política pero, sobre todo, las de la vida ordinaria, pre-política, donde todo aparece como "líquido," fluido, resbaladizo, como la llamara el recientemente fallecido sociólogo Zygmunt Bauman.

De ahí que la afirmación de que no todo es política estructural se nos aparece más clara. Y muy buena. Indica la certeza de que existirían ciertas actividades humanas que no se medirían con la vara de la pertenencia al Estado, al partido o a la organización partidaria, y por lo mismo, no estarían "manchadas" de intereses particulares, ideológicos.

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De que habría, además –al menos–, algunos actos o instituciones que se zafarían de lo ideológico. Y este hecho, sin dudas, parecería un alivio. Alivio alimentado por la percepción de que, cuando la política se inmiscuye en algo, lo malogra, lo sectoriza.

Viene a cuento aquí una frase de John Stuart Mill, nada sospechoso de ser antidemocrático o anti-liberal, al afirmar que lo que importa en el mundo de los actos humanos, de los ciudadanos, no es solo lo que se hace, sino –y sobre todo– la manera en que se hace. Importa, en estricta afirmación de Mill, la manera, los modales, o la virtud o calidad de la moral en que se actúa.

Y si esto es así, la pregunta vital que una democracia liberal debería hacerse es acerca de esas realidades pre-políticas, cuáles son y –sobre todo– si la calidad de las mismas son una condición necesaria también para la buena calidad de la política misma.

Esto nos remite obligadamente a una breve noción de lo que entiendo aquí por democracia liberal. Es un sistema que afirma como prioridad la libertad, por eso es liberal. Y ese ejercicio de la facultad de decidir y deliberar supone una serie de actividades que van desde la libertad de creer en una fe religiosa u otra, hasta hablar libremente o ser dueño de una propiedad.

Pero no es todo. Lo democrático de ese sistema supone que el ejercicio de libertad se haga bajo la pretensión de la igualdad. Hay un punto de partida equitativo, no privilegiado, que configura lo democrático de la democracia liberal. Y si ese es el punto de partida, entonces el ciudadano debe estar sujeto al derecho, a la norma jurídica, al Estado de Derecho. Sin un Estado de derecho que proteja las libertades, ese punto de partida igualitario no se podría llamar a un sistema democrático y menos liberal. Esto es básico, frontal, prioritario.

  • Y es que la democracia liberal supone el autogobierno del ciudadano. No es posible que sea democrática y liberal y se le tenga que decir al ciudadano lo que debe hacer.

Pero hay algo más. Y es que la democracia liberal supone el autogobierno del ciudadano. No es posible que sea democrática y liberal y se le tenga que decir al ciudadano lo que debe hacer. Eso sería un paternalismo con reminiscencia monárquica que, en nuestro tiempo, se llama populismo en sus distintas variantes.

De ahí que del autogobierno del ciudadano, nace la comunidad civil o sociedad civil que nutre, alimenta la democracia liberal. Sociedad civil compuesta de familias, empresas, instituciones religiosas que generan y sostienen y proveen la savia de calidad moral para el ejercicio de las libertades y el sentimiento de igualdad democrático.

En ese sentido, instituciones como la familia, el matrimonio o la educación son realidades pre-políticas, previas al acuerdo social que formará esa democracia liberal. Y lo mismo podría decirse del sentido religioso y de la respuesta al mismo.

En todo caso, existe una serie de experiencias humanas que están ahí y preceden, aunque deben ser reconocidas por el Estado de derecho pero que, como tales, no deberían estar sujetas a los arreglos políticos, a menos que atenten contra la libertad misma. O la igualdad. Si esto ocurre –vía Estado o intereses particulares–, genera la reacción del ciudadano que se siente violado en su libertad y en la igualdad.

Y esto, finalmente, nos lleva a un punto central de la democracia liberal y a sus presupuestos pre-políticos: la necesidad de lo que se ha llamado virtud cívica. El autogobierno ciudadano y su ajuste, más tarde al estado de derecho, supone el cultivo de una serie de cualidades que, desde Aristóteles hasta Cicerón, de Rousseau hasta Franklin y algunos comunitaristas contemporáneos llaman virtud cívica.

Pero adviértase aquí, que esta forma de la democracia liberal se atiene no solo a los procedimientos de ejercicio de la libertad e igualdad, sino también, y sobre todo, a la posibilidad de que ese espacio dé un contenido de los mismos.

Es el republicanismo que requiere conocer los fines de la política para elegir los medios y, por lo tanto, no es puramente "neutral" respecto al contenido de la democracia. La libertad no es solo capricho, sino algo propio de la condición humana embebida de un valor objetivo. Por eso, el sentido republicano de la democracia liberal valora y supone una formación de esa zona o ese tiempo de lo pre-político, el cultivo de una virtud vivida como una condición necesaria para la calidad del autogobierno que la democracia liberal realmente necesita.

Y todo eso nos vuelve al inicio, al lugar de la crisis: la de ese sujeto humano que no está seguro de nada, ni de quién es ni menos de lo que significa ser ciudadano. ¿Cómo y dónde comenzar? Por el sujeto humano. Si el autogobierno está en relación con la libertad, ese ciudadano aún no está seguro de que constituye lo humano y, por eso, tiene ideas vagas de lo que es responsabilidad. Esa es, pues, una pregunta pre-política, filosófica o religiosa, necesaria, pero que en todo caso requiere una respuesta que no esté sujeta precisamente a la política.

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