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De The Economist

Al pedirle recientemente que calificara su primer año como presidente de Argentina, Mauricio Macri se dio un ocho de 10. Cierta falta de modestia está justificada: casi de la noche a la mañana después de asumir la presidencia, Macri desmanteló las políticas populistas de su predecesora, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Relajó los controles monetarios, hizo que el Instituto Nacional de Estadísticas dejara de manipular las cifras de la inflación y resolvió una disputa con los tenedores de deuda gubernamental vencida, restableciendo el acceso de Argentina a los mercados de capital.

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Todo esto cayó bien en el extranjero, pero los argentinos han sido menos generosos con sus elogios. Macri había prometido que para este momento la confianza estaría de regreso y un crecimiento sano aliviaría el dolor de sus reformas. En vez de ello, la economía sigue débil: el PIB se contrajo en 1.8 por ciento en el 2016, según el Fondo Monetario Internacional. En octubre, la producción industrial cayó en 8 por ciento, anualizado, y la construcción colapsó en 19 por ciento. Uno de cada 12 argentinos no tiene empleo. La inflación quizá ya no sea mal reportada, pero parece aferrada al 35 por ciento. Con la contracción de los ingresos, las familias están gastando 7.5 por ciento menos en productos básicos que en el 2015, estima CCR, una firma consultora.

Hasta recientemente, a falta de una mayoría en el Congreso, el presidente podía contar al menos con el desacuerdo entre sus rivales. El dominante movimiento peronista antes mantenido unido por Fernández se fracturó después de que su candidata fue derrotada por Macri: los moderados respaldaron algunas de las ideas del nuevo presidente, pero los intransigentes se negaron. Como las perspectivas de crecimiento están disminuyendo, los dos campos han dejado de lado sus diferencias.

En noviembre. Sergio Massa, un peronista moderado, propuso elevar la cantidad de los ingresos exentos de impuestos en 60 por ciento. Esto complacería a los votantes escasos de efectivo, pero recortaría el presupuesto en 0.6 por ciento del PIB, el equivalente al gasto de un año en obras públicas. La oposición impulsó la medida en la cámara baja el 6 de diciembre, y se espera que el Sentado siga el ejemplo poco después.

Eso dejaría a Macri en apuros. Firmar el anteproyecto de ley frustraría sus planes de recortar el déficit en 2017 de 7.2 a 6.8 por ciento del PIB, pero un veto avivaría una reacción negativa pública. Ha estado cortejando a los gobernadores del país, con la esperanza de poder convencerlos de hacer entrar en razón a los senadores. Quizá pueda hacerlo: las provincias tienen mucho que perder si Massa se sale con la suya, porque los impuestos a los ingresos son compartidos entre los gobiernos federal y regionales.

Un compromiso, que quizá involucre un umbral más bajo, no está fuera del alcance. Aun así, el episodio ya ha proyectado dudas sobre la capacidad de Macri para completar las reformas _ en relación con las reglas laborales rígidas o la burocracia inflada que Argentina aún necesita. Los observadores lo ven como un augurio de que su coalición Cambiemos no pueda hacer honor a su nombre, dijo Jimena Blanco de Verisk Maplecfroft, una firma consultora.

Macri quizá esté esperando que sus oponentes encuentren más difícil obstruir sus propuestas una vez que el renacimiento económico pruebe que está funcionando. El gobierno pronostica un crecimiento de 3.5 por ciento en el 2017, ayudado por las exportaciones agrícolas y el fin de una dolorosa recesión en Brasil, el socio comercial más grande de Argentina. Sin embargo, ninguna de las cosas parece segura. La recuperación de Brasil ha desilusionado, y el comercio podría sufrir conforme más países se vuelvan proteccionistas.

En suma, el segundo año de Macri quizá sea más difícil que el primero.

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