Cada comienzo de semana los medios de comunicación repetimos, casi sin emoción y como si fuera una letanía, la cantidad de muertos y heridos en accidentes de tránsito. También se publican las cifras de detenidos en las rutas de todo el país y en las calles de las ciudades por tener en sangre altos niveles de alcohol.

Cada lunes se "actualizan" las cifras de muertos y heridos de la semana, contabilizando las de las últimas horas, que se agregan a las que desde los días anteriores nos sorprendieron y que tal vez, salvo para un grupo de allegados a las víctimas, ya nadie recordará en una semana más, cuando todo vuelva a ocurrir y recomenzar.

El problema de los accidentes de tránsito es una verdadera epidemia en nuestro país, y es muy grave, más allá de las víctimas y los nombres que se publican. Se trata de una enorme cantidad de hechos que pueden evitarse y que sin embargo ocurren con una frecuencia e intensidad pasmosas. Repetimos: son hechos que pueden evitarse, incluso más que las epidemias de enfermedades que tanto nos preocupan genuinamente, como el dengue y otras infecciones como el caso del Zika y hasta la malaria, cuya sospecha causa una inmediata reacción de la ciudadanía.

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¿Por qué todos los días permanecemos indiferentes y resignados a la enorme cantidad de accidentes prevenibles? ¿Cómo fue que comenzamos a aceptar que alguien transite las calles y rutas a una velocidad exorbitante y ponga en peligro la vida de tanta gente, aun más que de las acciones deleznables que provocan los que asaltan en las calles, también llamados "motochorros"?

Es importante que la sociedad, a través de sus ciudadanos, junto a quienes tienen la responsabilidad de ordenar y legislar sobre el tema del tránsito, habilitando y expidiendo carnets de conducir, reconozcamos que todos somos de alguna manera responsables.

Por acción u omisión, al entregar documentos que habilitan a personas que no tienen las capacidades para conducir automóviles o motocicletas. Responsables de no exigir que se cumpla la obligatoriedad de un curso de conducción y de conocimientos y prácticas de las leyes y reglas de tránsito, antes de poner un pie en las calles, luego de adquirir un vehículo de cualquier porte.

Cómplices de quienes, por ignorancia y temeridad, terminan en esas conductas negativas que dejan de ser personales para constituirse en amenazas públicas. Porque todos conocemos el tremendo daño que puede producir un solo alcoholizado al volante de cualquier vehículo, truncando vidas inocentes que se cruzaron en su loca carrera hacia la muerte.

Esta situación de indiferencia ante la realidad y de resignación ante el peligro, nos pone en manos de quienes, sin temor a perderlo todo y haciendo alarde de su "inmunidad" contra el destino, juegan a la ruleta rusa en las calles, a todas horas. Jóvenes que aprietan el acelerador mientras beben y se lanzan a la carrera de sus vidas, porque así se dispara la adrenalina; no tan jóvenes que asumen que pueden adelantarse a otros vehículos y cruzar peligrosamente las calles, pues "con suerte" todo se puede alcanzar.

Verdaderos temerarios que no dudan en subirse a una motocicleta solos o con pasajeros entre los que más de una vez hay también niños, para atravesarse peligrosamente en el camino de todo tipo de vehículos o saltando obstáculos sin protección alguna. Conductores de transportes públicos que juegan a ser campeones de Fórmula 1 en plenas avenidas y calles de las ciudades y también en las rutas.

Todos ellos, empuñando sus volantes como armas con las que pueden salir "a cazar" o a ser cazados por la tragedia. Victimizando a quienes sí cumplen con las normas y respetan las leyes, que ven resignados que la aplicación de penas y multas es insuficiente y no restaura la vida ni la salud perdida. Por ello es que urgen soluciones consensuadas con los municipios y penas más duras –y efectivas– para los transgresores, para poner un freno efectivo y oportuno a tanta tragedia.

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