Ignorando sin más las disposiciones de la Ley de Responsabilidad Fiscal, la Cámara de Senadores aprobó un aumento de US$ 31 millones en el Presupuesto General de Gastos de la Nación para el 2016.

Los recursos incrementados fueron asignados al Ministerio de Educación y Cultura, la Fiscalía, la Ande y otras entidades. No hay dudas de que todas estas reparticiones necesitan de más fondos, no hace falta ahondar en las grandes carencias y deficiencias que el Estado arrastra desde hace décadas.

Es seguro que muchas otras instituciones públicas tienen asimismo requerimientos y urgencias. El problema es que el Senado, en una actitud que solo puede calificarse de demagógica, eleva los gastos sin prever la forma de financiarlos. Esta situación se origina en una peligrosa distorsión acerca de las atribuciones de cada uno de los poderes del Estado.

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Si bien el Congreso tiene la facultad constitucional de estudiar y aprobar el Presupuesto General de Gastos de la Nación, es el poder Ejecutivo el órgano administrador del Estado, encargado de la recaudación, de la gestión de los recursos públicos y de la política económica. Resulta difícil entender la lógica de esta completa descoordinación.

Recaudación y gasto no pueden ir por cuerdas separadas. Si se aspira a una administración mínimamente saludable y eficiente deben complementarse en una misma visión. Gastar lo que no se tiene conduce inexorablemente a peligrosos desequilibrios, un principio que se aplica a la economía de un hogar o a la de una nación.

Además de esta distorsión no puede dejar de señalarse el arraigado vicio de nuestra clase política de disponer del patrimonio público en forma discrecional, como si se tratara de un botín que debe repartirse en tajadas. Esta nefasta práctica de mal utilizar los bienes públicos para beneficio de unos pocos es transversal a todos los sectores e ideologías y nunca serán demasiadas las acciones que se adopten para imponer el manejo transparente y honesto de los mismos.

Resulta contradictorio que el propio Senado pase por encima de la Ley de Responsabilidad Fiscal, aprobada no hace mucho. La intención de esa legislación es establecer un "marco de previsibilidad" en la gestión de los recursos públicos. La idea básicamente apunta a ceñirse estrictamente a las estimaciones de ingresos elaboradas por el Poder Ejecutivo a la hora del análisis del plan de gastos y determinar los índices de inflación como parámetros de reajustes salariales en el futuro, tal como ocurre en el sector privado.

El objetivo es mantener bajo control el déficit fiscal con la finalidad de sostener un factor clave en el Paraguay de los últimos años: la estabilidad de los indicadores macroeconómicos. Gastar más de lo que se recauda no solo empuja al endeudamiento ante la ineludible necesidad de cubrir las obligaciones contraídas y los gastos fijos, sino también es un elemento que desalienta la inversión y la atracción de capitales.

A pesar de los ramalazos de la región, Paraguay sigue figurando entre las tasas de crecimiento más altas del continente y se ha convertido en un polo de atracción de capitales. Este escenario positivo debe ser apuntalado por la clase política a través de un presupuesto sensato y equilibrado, que se oriente todo lo que se pueda a las obras de infraestructura y a las necesidades reales de la población.

El optimismo que hoy exhibe nuestro país puede trocarse en una visión negativa y en la excesiva cautela de los inversionistas si no hay señales claras desde el sector público de la voluntad política de proteger la estabilidad y construir un país previsible.

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