El fiscal general adjunto, Federico Espinoza, informó en una rueda de prensa que el Ministerio Público se encuentra hoy llevando adelante 50 procesos judiciales por daño patrimonial al Estado. Se trata de diversos tipos de casos de corrupción que abarcan también una amplia variedad de instituciones, desde la Universidad Nacional de Asunción (UNA) hasta gobernaciones, pasando por ministerios y empresas públicas. En conjunto, estos juicios totalizan más de US$ 200 millones, una cifra abultada sin dudas, pero que se queda corta ante la magnitud real de la corrupción en el sector público.

En estas 50 causas –impulsadas por la Fiscalía de Delitos Económicos– existen ya personas imputadas o acusadas. Esta cifras pueden inducir a creer que la lucha contra la corrupción va por buen camino. Sin embargo, basta recordar que apenas cuatro altos funcionarios en los últimos 25 años conocieron la prisión por actos de corrupción, en tres de los casos por venta o compra ilegal de tierras. Las denuncias y las investigaciones se cuentan por cientos, quizás por miles, pero solo han sido cuatro altos funcionarios los que han recibido un castigo ejemplar por defraudar la confianza pública.

Así las cosas, es evidente que la Fiscalía y el Poder Judicial tienen no solo una enorme deuda con la ciudadanía, sino que con su ineficacia en el combate a la corrupción ha contribuido en forma decisiva a enquistarla en cada oficina o repartición pública del país. Si la norma no fuera la impunidad, los funcionarios se cuidarían mucho más de desviar fondos, amañar contratos o aceptar sobornos. Pero como han sido tan escandalosamente pocos los "avivados" que enfrentaron la Justicia, la corrupción se convierte en regla y hábito. No es de extrañar que la Organización Transparencia Internacional haya vuelto a colocar a nuestro país entre los más corruptos del continente en su informe anual, superado en este triste ránking solo por Venezuela y Haití.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

La corrupción no es, sin embargo, un atributo exclusivo de la función pública. Es una enfermedad que se ha extendido a todo el tejido social, operando ya como una fuerza cultural, una pauta de convivencia contra la que es casi imposible rebelarse. En las empresas, en colegios y universidades, en los clubes sociales, en los partidos políticos, la integridad parece ser una virtud devaluada, una muestra de inocencia inútil para el "mundo real". Mientras tanto, por el otro lado, se ensalzan antivalores (coimas, arribismo, infracciones de todo tipo) que son presentados como signos de astucia, de "viveza" y de habilidad. El resultado es una fuerte barrera intangible al progreso integral de nuestra sociedad, ya que el crecimiento económico y la consecuente superación de los agudos problemas sociales suponen la instalación de fuertes inversiones, incompatibles con un esquema de sobornos y privilegios basados en la corrupción.

Para poner fin a la corrupción –que despoja de escuelas y atención a la salud a millones de paraguayos– es indispensable en el corto plazo una profunda depuración del Poder Judicial. Mientras la impunidad vaya ganando la batalla, la ciudadanía continuará sufriendo la obscena ostentación de riqueza que hacen funcionarios públicos que jamás podrían sufragar su tren de vida con sus ingresos legales. De manera paralela, el Estado y la sociedad deben emprender una labor educativa sistemática y a largo plazo en la búsqueda de forjar nuevas generaciones de ciudadanos comprometidos éticamente con la nación.

Dejanos tu comentario